¿Qué es una derecha imaginaria? En principio, la componen dirigentes de todo tipo. Algunos de derecha o ultraderecha declarados. Pero la derecha imaginaria está conformada esencialmente por personas que no son ni nunca fueron de derecha. Dirigentes de antiguas trayectorias de interés social, incluyendo antiguos luchadores, que sería injusto decirles de derecha, pero no es injusto advertir que son protagonistas de una nueva experiencia de la derecha. Son centroizquierdistas con una aureola imaginaria –que no quiere decir que no sea efectiva– que tiene sobredeterminaciones de derecha. Esto quiere decir una sola cosa. Vivimos en sociedades donde se ha producido una brutal expropiación del lenguaje político. Las izquierdas pueden hacer un papel cuya estructura de efectos sea de derecha. Esta realidad no es posible adjudicársela a nadie en especial. Quizá la doctora Carrió, con su peculiar lenguaje abismal y conspirativo, con sus deidades intrigantes encerradas en sus miradas oblicuas, pudiera ser un verdadero ejemplo de esta política espectacular de las derechas que se saben tales. Carrió perdió votos, pero marcó un modo de la política donde es posible ser de una derecha inasible, espectral, inmune en su práctica semiológica, perdidosa de votos, pero feliz en su capacidad desestabilizadora.
Horacio González, “La multitud volátil”
Lo inverosímil y contradictorio ocurre entre los argentinos que solemos solazarnos en nuestra original peculiaridad: en los corrillos de la vida cotidiana casi nadie ha dejado de fustigar a las instituciones de una república agujereada y desprestigiada desde sus tiempos fundacionales, pero en el preciso instante en el que alguien (en este caso un gobierno democráticamente elegido) decide poner en evidencia lo evidente de esa corrosión, los mismos que dedicaban su tiempo y sus esfuerzos a denunciar el mal funcionamiento de casi todas las instituciones (que por casualidad suele ocurrir cuando se trata de gobiernos de matriz popular y democrática) se convierten, mutatis mutandi, en los más acérrimos defensores de una república elevada a la condición de ejemplaridad virtuosa. En un giro vertiginoso, que no deja de sorprender, los eternos críticos se transforman en los fiscales implacables de aquellos que buscan reformar lo que desde hace mucho tiempo funciona mal en el país.
En algunos se trata, como siempre, de profundizar su cinismo inveterado, el que los acompaña sin que nada haga mella en ellos; en otros, la mayoría de la clase media acomodada, el “olvido” de sus responsabilidades, la distracción respecto de sus “vicios privados”, los lleva a una extraña y rutilante convicción: ellos son los garantes de la virtud republicana, el freno último ante la avanzada salvaje de los bárbaros que hoy llevan el nombre y el rostro del populismo; aunque también hay un contingente algo más insólito que, diciéndose de izquierda o ofreciéndose como los verdaderos representantes de los intereses populares, confluyen en ese gran mar viscoso de las derechas actuales capaces de tragarse todos los lenguajes con tal de volverlos funcionales a sus intereses. Algo de eso sabe esa retórica progresista que va cambiando de parque temático con tal de asociarse al ruido ensordecedor de las cacerolas clasemedieras. Ayer fue la preocupación por el medioambiente y las políticas extractivas, hoy la corrupción que envilece a una república dañada por el kirchnerismo. Mañana será otra cosa lo suficientemente espectacular como para encontrar en los grandes medios de comunicación su inefable caja reproductora. La derecha, en sus diferentes versiones, hoy habla el lenguaje del stand up lanatista.
Nunca como ahora el poder judicial fue tan virtuoso, nunca como ahora jueces y fiscales, en su inmensa mayoría, se han convertido en los sujetos del verdadero orden republicano. Nada queda de las penurias del ciudadano de a pie ante un sistema judicial burocratizado y absolutamente distante de las injusticias que se cometen contra los débiles de la sociedad; nada de aquella frase que viene de lejos y que insistía con la necesidad “de hacerse amigo del juez” para lograr la impunidad; menos se recuerda la brutal influencia que los poderes económicos ejercieron y siguen ejerciendo sobre nuestros magistrados que, ahora, son elevados a la categoría de la santidad republicana, impolutos e imparciales dispensadores de una justicia alejada de intereses, negocios, venalidades y otras yerbas. La justicia (sus ministros supremos, sus jueces, sus fiscales, sus secretarios, sus escribientes, sus oficiales, sus archivistas y, con ellos, los decanos y los profesores de las facultades de leyes del país) son, qué duda cabe y de acuerdo a las proclamas libertarias de nuestros ruidosos caceroleros imbuidos de un espíritu intachablemente democrático, la garantía de la permanencia del orden republicano, es decir, la garantía de nuestras libertades acosadas por el giro “totalitario” de la demagogia populista que busca con desesperación apoderarse de todas las instituciones.
“¡No pasarán!” claman las heroicas multitudes que se han arrojado a las aguas de la purificación republicana que, como si fueran las aguas del leteo, les permiten olvidar sus inveteradas recaídas golpistas. Sorprendente travestismo de quienes no se indignaron cuando se interrumpió, en otros momentos de nuestra historia, ese mismo orden democrático en nombre de la imperiosa necesidad de proteger a la república de sus saqueadores morales y materiales. Claro, ellos, los neorrepublicanos, son quienes han puesto el pecho para salvarnos de las dictaduras del mismo modo que la mayor parte de los jueces siempre ejercieron la resistencia ante la llegada de los perros de la noche que disolvieron los poderes de la república en nombre de su salvación. Gracias a esos jueces valientes se impidió, entre 1976 y 1983, que se consumara la lógica exterminadora del terrorismo de Estado; ellos pararon los asesinatos, las torturas y las desapariciones haciendo lugar a los miles de habeas corpus presentados por familiares que encontraron en ellos respaldo y comprensión.
La “La multitud volátil” que se expresó el 18 de abril salió a defender a esa justicia que a lo largo del siglo XX se opuso con hidalguía a la sucesión de golpes militares iniciados en el año ’30 en nombre, siempre, de la república y de su salvación de las hordas demagógicas y populistas. Suerte, la nuestra, que tenemos a esa “multitud volátil”, dispuesta para tantas aventuras heroicas, pero que hoy con absoluto desprendimiento se derramó por las calles céntricas para testimoniar su inquebrantable ideal republicano.
La profunda y ya prolongada crisis que ha hecho colapsar la economía mundial no sólo vino a poner en evidencia el descalabro generado por el capitalismo en su fase financiero-especulativa, fase que abarcó las últimas décadas del siglo pasado y que condicionó la entrada en el nuevo milenio, sino que también erosionó las diversas formas de representación y de convivencialidad política dinamitando las tramas modernas y democráticas del espacio público. El predominio de una ciudadanía basada en la alquimia de individualismo, consumismo, mercado y privatización de casi todas las esferas de la vida social fue generando las condiciones para una significativa mutación en las prácticas ciudadanas hasta producir modos y formas que desarticularon a aquellas que venían a expresar las experiencias y las tradiciones de una sociedad todavía atravesada por los lenguajes de la política y de las identidades culturales vinculadas a ese universo de representación y de acción. No hay que confundir la “masa abstracta” que se movilizó el 8N y el 18A con una revalorización de la política. En muchos de esos sectores la “salida a las calles” viene a expresar, bajo la forma de la paradoja, un rechazo y un repudio a la política y a los políticos. Por eso los dirigentes de la oposición prefirieron, en noviembre del año pasado, no ir o hacerlo muy disimuladamente, casi clandestinamente o como ladrones de votos ajenos y, recién ahora cuando se enfrentan a un año electoral, decidieron, aunque sin banderas ni movilización partidaria, mezclarse entre sus potenciales votantes pero intuyendo que una espesa atmósfera antipolítica recorre la columna medular de esa “multitud volátil” que se vuelve disponible para distintas aventuras destituyentes. Incluso hubo quien había dicho el 8N que era “mejor no ir para no enturbiar con sus presencias la manifestación de la sociedad civil”. El fantasma del 2001 revoloteó sobre esa multitud. Purificación republicana contra la democracia de los demagogos.
El surgimiento del ciudadano-consumidor, personaje muy de época, autorreferencial, egoísta, moldeado por las gramáticas audiovisuales, las mutaciones comunicacionales e informáticas y los prejuicios multiplicados junto con la fragmentación de la sociedad se convirtió en el garante de la lógica de mercado, en epicentro de una nueva forma de ciudadanía que al expandir las prácticas privatizadoras de la existencia destituyó, por anacrónicas e inservibles, las experiencias políticas entramadas en el espacio público y deudoras de construcciones simbólicas desplegadas en otro tiempo de la historia, allí donde los sujetos, diversos, manifestaban en sus prácticas modos de afirmar sus identidades y sus deseos de igualdad. La idea misma de un colectivo social, de un ágora como eje de la vida en común, cayó en el descrédito y el desuso allí donde lo que se privilegió fue lo privado, lo íntimo, lo encriptado, el espacio diferenciado, socialmente delimitado construido sobre las bases de la desarticulación y la fragmentación propias de un modelo, el neoliberal, que asentó su despliegue y su dominio no sólo en el imperio de la economía y el mercado (su razón última de ser) sino acentuando y radicalizando una revolución cultural que vino a subvertir las herencias igualitaristas de una sociedad que marchó con ritmo frenético hacia su disolución. Los argentinos pudimos atisbar algo de eso en la crisis de finales de 2001.
El ciudadano-consumidor vino a expresar los deseos imaginarios emanados de la mercancía y de su esplendor; sus ilusiones se asociaron con la utopía californiana, con ese giro alocado hacia la consumación más “plena y libre” de la aventura individual soñada como una nueva manera de construirse una vida propia, original, privada, apolítica, enfrascada en sus propios gustos construidos como si fueran la quintaesencia de la autonomía. Lejos de alcanzar la consumación del ideal californiano (cuerpos esbeltos y rubios dorándose al sol, disfrutando una felicidad saludable y ofreciéndose como modelos de una nueva humanidad cool), la mayoría de los seres humanos no excluidos, y en especial en estas geografías sureñas y empobrecidas, se descubrieron expresando deseos hiperindividualistas pero en el interior de una masificación generalizada y de segunda calidad. Masificación de las costumbres, de las ideas, de las prácticas, de las expresiones culturales que acompañó el proceso de globalización del capital, un proceso que no dejó de arrasar aquellas otras formas de sociabilidad propias de una etapa anterior. La extraña paradoja que emana de las últimas irrupciones de esta “multitud volátil” es que se manifiesta no para construir un colectivo socialmente igualitario, preocupado por las injusticias, la pobreza y la concentración de la riqueza, sino que lo hace para poder regresar lo más rápido posible a sus ejercicios de consumo primermundista sin restricciones de ningún tipo.
La década de los 90 le dio su fisonomía decisiva a la revolución neoliberal liquidando, por inactual e inservible, la idea de una ciudadanía integradora y capaz de generar las condiciones para una genuina movilidad social. El menemismo, entre nosotros, deshizo, sin ruborizarse, todo aquello que había construido el primer peronismo, quebrando, esencialmente, la relación entre sociedad y espacio público, al mismo tiempo que iniciaba y concretaba poco después el proceso de desguace del Estado hasta convertirlo en una ruina, todo en función del nuevo discurso privatizador y de la inexorable tendencia mundial a la reformulación de las variables sociales, políticas, económicas y culturales signado todo ello por un grado inimaginable, hasta ese momento, de concentración en cada vez menos manos de la riqueza. Inéditas formas de la desigualdad y de la pobreza se desplegaron en el seno de nuestra sociedad. Al calor de esas decisivas transformaciones regresivas de la vida social se avanzó en el proceso de despolitización que fue acompañado por el despliegue de los tecnócratas y gerentes que terminaron tomando por asalto los restos de un Estado canibalizado en el mismo momento en que fracciones significativas de la clase política eran capturadas por nuevas e inéditas formas de corrupción impulsadas por los sectores hegemónicos del poder corporativo a las que el economista Eduardo Basualdo denominó, de un modo original, el “transformismo argentino”.
En este sentido, todavía estamos pagando el altísimo precio de un modelo neoliberal que modificó profundamente la estructura argentina, que transformó hasta el tuétano usos y costumbres de aquello que definió, durante décadas, las formas de socialización y de autorreferencialidad cultural propias de nuestro país. El menemismo le compró el alma a un amplio sector de argentinos que estuvieron dispuestos a vender el futuro de sus hijos en nombre de la quimera primermundista y de los viajes desenfrenados a los shopping centers de Miami. Nada, o demasiado poco, quedó de aquella otra sociedad articulada desde la lógica de la solidaridad y de la equidad; de aquellas experiencias de ciudadanía que apuntaron a la integración y a la multiplicación de la esfera pública como ámbito de encuentro y de acción transformadora. Junto con la rapiña del Estado, el menemismo devastó el ámbito de lo público y deslegitimó los lenguajes de la política llevándolos exclusivamente a la zona espuria de la corrupción y de las cuestiones judiciales. Lo que se vació de contenido fue precisamente aquello que habilita a la creación de una ciudadanía más democrática y participativa reduciéndola a masa anónima de ciudadanos-consumidores, de votantes culposos que llevaban al cuarto oscuro sus deudas y su terror a salir de la ficción del uno a uno que había logrado no sólo comprar sus conciencias sino destruir la trama productiva del país. La democracia devino una cáscara vacía capturada por los lenguajes empresariales y secundarizada por la palabra sacrosanta del mercado. La novedad de la “masa abstracta” y de la “multitud volátil” del 8N y del 18A es que regresó sobre el espacio público para defender sus demandas de siempre amplificadas por la herramienta más sutil que ha podido desplegar el poder neoliberal: los medios de comunicación hegemónicos exaltadores, nuevamente, de los “genuinos ciudadanos” que, bajo la forma de la verdadera democracia, manifiestan sus preocupaciones republicanas.
De lo que se trata, ayer como hoy, es, fundamentalmente, de sostener sus privilegios sin darse cuenta, muchos de los que golpean con entusiasmo las cacerolas, que de triunfar las corporaciones, ellos, los virtuosos, sufrirán también, como en los ’90, las consecuencias. A algunos ni siquiera los esperará el taxi para ganarse unos mangos y a sus hijos tampoco el sueño europeo que se ha convertido en una pesadilla para sus propios habitantes. Para aquellos que creyeron, desde un progresismo aggiornado a los nuevos tiempos, que serían la “vanguardia” de la recuperación virtuosa de la república perdida, lo que les espera, si lograsen imponerse los verdaderos articuladores de la agenda destituyente, es, otra vez, la culpa impagable de haberse convertido en la voz legitimadora de la restauración conservadora.
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