Según la clásica definición de Norberto Bobbio, la diferencia esencial entre derecha e izquierda radica en su posición frente a la desigualdad: mientras la izquierda la concibe como el resultado de una construcción social (y, por lo tanto, como algo susceptible de ser modificado, por ejemplo, mediante la acción correctiva del Estado), la derecha cree que es un estado natural: no sólo acepta la desigualdad sino que incluso la valora, en particular si es consecuencia del esfuerzo individual de acuerdo con el clásico patrón ético del protestantismo, comprobable en muchos sitios pero en ninguno como en Estados Unidos, que ha hecho del sueño americano el centro simbólico de un orden que es tanto económico como político y moral. Para la derecha, entonces, el éxito individual, más que la solidaridad, constituye el eje del progreso social.
Como otros líderes surgidos del mundo de los negocios (Mauricio Macri y Francisco de Narváez pero también el chileno Sebastián Piñera, el mexicano Vicente Fox o el ecuatoriano Alvaro Noboa) y de las disciplinas deportivas individuales (Carlos Reutemann), Daniel Scioli es la encarnación misma del éxito. En su caso, reforzada por la notable recuperación tras el accidente que le costó su brazo derecho, recuperación que subraya esta línea de superación en base al esfuerzo y que, llevada de un modo discreto y enérgico, opera como el trauma fundante de su carrera política.
Recordemos una escena. El 10 de junio del 2003, poco después de asumir el gobierno, Kirchner partió a Brasil y dejó a Scioli a cargo de la presidencia: el flamante vice, que evidentemente no conocía a su compañero de fórmula, se instaló en el despacho presidencial y asumió un alto protagonismo, que llegó a su punto máximo cuando dijo que había “cierto temor de seguidismo con Lula”, juzgó “poco serio” que el Congreso derogara las leyes de obediencia debida y punto final y hasta reclamó un aumento de tarifas. Ante el riesgo de que Scioli gestara una coalición neomenemista en su patio trasero, Kirchner lo fulminó a su modo: desplazó a los funcionarios cercanos al vice y se negó a recibirlo.
–Lo hicieron pomada –le dijo a Scioli un periodista de Clarín mientras éste esperaba en vano que lo recibiera Kirchner.
–Peor estaba cuando buscaba el brazo en el río –fue su respuesta.
Por su origen, sintomático del ménage à trois menemista entre política, espectáculo y deporte, Scioli es, como Macri, un típico producto de los ’90, aunque su gran ascenso, como el de Macri, se haya producido durante el kirchnerismo. Pero la política es así, una década se sobreimprime sobre la otra y los ’90 están tan presentes –incluso en el heterogéneo universo oficialista– como los ’70 y los ’80. Lo notable es que Scioli no reniega de su pasado ni ha abandonado sus marcas de época, que lleva sin sobreactuarlas pero con serena seguridad, y que se hacen visibles, por ejemplo, en los modos que elige para su exposición pública, como el festejo de su 55º cumpleaños con un megarrecital en Mar del Plata junto a los Pimpinela, Cacho Castaña y ¡Palito Ortega! (toda una declaración de principios, no sólo artísticos). Quizás en este tipo de decisiones haya que buscar el fondo de la autenticidad sciolista, subestimada por el progresismo ilustrado pero muy valorada por el electorado bonaerense.
Pero si el origen de Scioli lo ubica indefectiblemente en el menemismo, su estilo político lo acerca más a su segundo padrino, Eduardo Duhalde, de quien fue secretario de Turismo y Deporte. Scioli es duhaldista pero no en el sentido del duhaldismo como una corriente interna del PJ sino más bien del duhaldismo entendido como una cultura política que mezcla en diferentes proporciones, según el momento y la conveniencia, conservadurismo con sensibilidad social, ciertas aperturas al progresismo (mencionemos por ejemplo que León Arslanian fue ministro de Seguridad de Duhalde) con el reaccionarismo más recalcitrante, todo ello sostenido por una imbricada red de acuerdos internos y externos, sobre todo con el radicalismo bonaerense, y en un conocimiento cabal y muy cotidiano del territorio. La componenda es la clave de este estilo conciliador, clientelar y acomodaticio: en este sentido, lo que en el kirchnerismo es crítica frontal, identificación explícita del adversario y choque directo, en Scioli es adaptación, ajuste, sentido de la oportunidad. Pero no debilidad: hay en él una voluntad de supervivencia por mimetización que a esta altura sería absurdo negar.
Y, por último, el costado kirchnerista de Scioli, que también lo tiene: al fin y al cabo, ya lleva más años como kirchnerista que como menemista, dato que merece tenerse en cuenta. Además de su compañero de fórmula en el 2003, Scioli fue la carta ganadora que jugó Kirchner en la provincia de Buenos Aires en el 2007, cuando armó toda su estrategia política en función de la elección de Cristina, y un aliado invaluable en los meses más difíciles del período más difícil de todo el ciclo K, el del conflicto del campo, durante el cual Scioli acompañó sin fisuras, para asombro de muchos, al gobierno nacional (junto al otro aliado clave de aquel momento, Hugo Moyano). E incluso después, tras la derrota en la disputa por la 125, Scioli aceptó sumarse a las candidaturas testimoniales con una presencia que fue crucial para garantizar la inclusión de los intendentes en el fallido experimento. En aquel momento, y como forma de poner en palabras una sociedad que en muchos aspectos sonaba impronunciable, la dupla Kirchner-Scioli encontró como punto de convergencia justamente el mismo eje que el gobierno nacional hoy pone en cuestión: el valor de los resultados, es decir los efectos concretos y palpables de las respectivas gestiones, reflejados en tantas escuelas construidas, tantos kilos de cocaína decomisados, tantos puntos de desempleo reducidos, y sintetizados en un slogan electoral cuidadosamente elegido: “Nosotros –decían los spots– hacemos”.
Mi tesis es la siguiente: Scioli funciona como una síntesis de los tres liderazgos más importantes del peronismo pos-cafierista (Menem, Duhalde, Kirchner), cada uno de los cuales parió no sólo una corriente interna hegemónica sino también una forma de entender el peronismo y, en el extremo, una cultura política. Y sin embargo, no se trata de una síntesis tensa: a Scioli, da toda la impresión, no le pesa su menemismo ni su duhaldismo, como sí parecen pesarles a otros integrantes del elenco oficial que también deambularon por allí. Quizás esto explique parte del éxito de Scioli: su capacidad para acumular generaciones y dar forma a una genealogía política tan personal como liviana, sin más traumas ni arrepentimientos que los derivados de la vida privada (el brazo, la hija extramatrimonial, el amor con Karina).
Aliviado de la exigencia de construir una macroteoría explicativa que articule sus diferentes políticas en un todo digerible, Scioli ha convocado, en sus dos gestiones bonaerenses, a un elenco heterogéneo que, como el de todo líder, funciona como una teatralización de sus ambiciones y sus límites: duhaldistas como Eduardo Camaño, duhaldistas-kirchneristas como José Pampuro, barones del conurbano estilo Cacho Alvarez, mediáticos como Claudio Zin, académicos progresistas como Daniel Arroyo; todos ellos forman o formaron parte del gabinete sciolista, en una mezcla que no excluyó alianzas con los movimientos sociales (en particular con el Evita) y los organismos de derechos humanos (Guido Carlotto es el secretario de Derechos Humanos bonaerense).
Navegando en este mar de felices contradicciones, la vistosa gestión de Scioli surfeó la ola de los últimos 9 años sin demasiadas dificultades: atento siempre a no perturbar a los poderes fácticos (de la Iglesia a los medios, de los sindicatos a los movimientos sociales), Scioli no emprendió grandes reformas ni encaró transformaciones profundas: en este sentido, y contra lo que afirma hoy el kirchnerismo sunnita, a Scioli cabe criticarlo más por lo que no hizo que por lo que hizo.
Salvo en una tema: la inseguridad. Con la designación al frente del ministerio de dos integrantes del complejo judicial-policial, Carlos Stornelli y Raúl Casal, Scioli llevó adelante, con un ímpetu ausente en otras áreas, un giro en la saludable política llevada adelante por Carlos Arslanián, que había incluido purgas masivas, la renovación total de la cúpula policial, un proceso de municipalización, la fusión de los escalafones, el ingreso de civiles en altos puestos, la modificación de los planes de estudio y hasta la creación de una segunda policía que con el tiempo debía absorber a la vieja.
La contrarreforma recentralizadora de Scioli, orientada a la idea de devolverle poder a la policía, revirtió casi todas estas decisiones e implicó un nuevo giro en la política de seguridad bonaerense, una de las más erráticas y peligrosas de todas las emprendidas desde la recuperación de la democracia.
Pero las cosas cambiaron. El impacto de la crisis financiera internacional, la desaceleración de la economía local y la disputa por la sucesión alteraron la tranquilidad de un Scioli acostumbrado a gestionar en un contexto no sólo de expansión económica y pax peronista sino también de creciente protección social, porque no es lo mismo gobernar el Conurbano con Asignación Universal que sin ella. El déficit fiscal de la provincia de Buenos Aires, corazón del conflicto político actual, es estructural y de larga data, y ha sido la pesadilla también de Duhalde, Ruckauf y Solá.
Por supuesto que Scioli no ha hecho demasiado por solucionarlo, pero reclamarle ahora una reforma tributaria progresiva es tan improbable como pedírsela a De la Sota o Urtubey. El psicoanálisis, ese hobby de clases medias, enseña que en momentos de dificultad, angustia o crisis, el hombre suele replegarse a la protección de lo conocido, al calor de lo familiar, a la tibieza de la infancia como patria infalible, y que es ahí cuando asoma su verdadera naturaleza: ¿a dónde reenvía políticamente esa combinación de VIP de New York City con segundo cordón del Conurbano? Lo iremos descubriendo en estos días.
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