Hoy la presidenta Cristina Fernández de Kirchner recibirá un torrente de votos como muy pocas veces se ha registrado en la historia argentina. Se convertirá de esa manera en uno de los tres presidentes que han conseguido una reelección y que ha podido superar su propio caudal de votos.
Lo han logrado Juan Domingo Perón, Carlos Menem; y Raúl Alfonsín lo intentó pero no pudo obtener el apoyo necesario para una reforma constitucional. De ahora en más tendrá una legitimidad electoral que le permitirá elevarse por sobre las demás figuras políticas, imponerse como garante de pacto social entre sectores económicos contradictorios y establecer una relación directa con el electorado que le dará una independencia absoluta de los demás actores políticos. Cristina tendrá a partir de diciembre de 2011 un capital político nada despreciable y poco común para un político que ya lleva cuatro años de gobierno.
El kirchnerismo siempre se ha pensado a sí mismo como un proyecto político hegemónico. Más allá de la pavura que les genere la palabra a los sectores políticos con estrategias del “No Poder”, el peronismo siempre ha tenido vocación por generar transformaciones históricas. El peronismo no administra el statu quo, lo transforma, incluso en su versión neoliberal y anómala que fue el menemismo. Sólo aquellas organizaciones que no tienen una vocación histórica le temen a la hegemonía. El kirchnerismo, consciente de su rol transformador, ha intentado en estos años imponerse sobre las demás partes, pero en esta última etapa ha intentado hacerse cargo de ellas. Es decir, tiene como objetivo ponerse por encima de las facciones y legitimarse como lugar y prenda de unidad. Y sobre todo, ser visualizado por la sociedad como el “anhelo inevitable”, como una opción superadora que permita remplazar lo existente.
El kirchnerismo desde 2003 ha demostrado su intención transformadora y sobre todo su vocación hegemónica. Representante de un sector de la sociedad –“No somos un gobierno neutral”, dijo la presidenta en el cierre de campaña en el Teatro Coliseo el miércoles pasado–, ha convocado desde un lugar de la historia –asumiendo la tradición nacional y popular como propia– y desde allí y hacia allí gobierna.
A lo largo de estos ocho años, el kirchnerismo ha tenido también distintos momentos en la construcción de esa hegemonía política: se han alternado momentos de construcción y de consolidación de poder, de profundización y de institucionalización de las políticas públicas. Por ejemplo: El 22% de legitimidad inicial fue ampliado por una estrategia de seducción a otros sectores en una agenda de gobierno que incluyó reforma de la Corte Suprema, justicia por los delitos de lesa humanidad, histórica quita de la deuda externa, rechazo al ALCA, paritarias sindicales. El período 2006-2007 fue de consolidación del poder, es decir, no tuvo la misma dinámica transformadora de los primeros años, y tendió a aquietar las aguas y establecerse en un escalón más alto, respecto de los objetivos trazados por Néstor Kirchner en 2003. El nuevo período de profundización comenzó con la sanción de la 125 –pese al brutal conflicto con las organizaciones sindicales rurales– y se extendió hasta fines de 2009 con la Asignación Universal por Hijo, el matrimonio igualitario, la nacionalización de Aerolíneas Argentinas, del sistema de jubilaciones. Finalmente, los años 2010-2011 consolidaron con una convocatoria amplia y conciliadora a distintos sectores de la sociedad, bajo el llamado presidencial a la “unidad nacional”.
La dinámica profundización-consolidación o radicalización-estabilización parece ser una característica de la forma de gobernar del kirchnerismo. Pero había una constante a lo largo de esos años que era el siguiente: tanto Néstor como Cristina nunca se veían a sí mismos como símbolos de la cultura dominante. El gran hallazgo comunicacional del Nestornauta tiene ese efecto porque expone a los Kirchner como figuras contraculturales dentro del mapa argentino. Sus valores culturales y valorativos no estaban en el centro de la escena: el establishment cultural político y económico son los grandes grupos de poder económico y comunicacional como la Sociedad Rural, la Fuerzas Armadas, la Iglesia Católica, el Grupo Clarín y sus consortes, por ejemplo.
Es muy difícil poder desentrañar en tiempo presente si existe una cultura kirchnerista acabada, pero lo cierto es que después de ocho años de gobierno hay al menos ciertas “persistencias” que se presentan como alternativas culturales a las formas hegemónicas tradicionales del liberalismo conservador. Pero el desafío que tiene por delante el kirchnerismo es aun mucho mayor al de constituir una “cultura” propia.
En los próximos meses se desentrañará el misterio de cuál será el nuevo rumbo en la nueva etapa del gobierno “peroni-kirchne-cristinista” –sepan disculpar la ironía los muchachos de la prensa hegemónica– que se iniciará a partir de mañana.
¿La “profundización” incluirá “radicalización ideológica” o una mayor “institucionalización”?
¿Vendrá acompañada por una mayor conflictividad contracultural o superará contradicciones discursivas para asegurar un diseño político, económico, institucional, que permita la inclusión social pero sin enfrentamientos?
¿Son posibles en un mismo período la radicalización y la unidad nacional? ¿Cómo se articulan profundización y consolidación en un mismo momento histórico?
Parece un “bizantinismo”, como diría Antonio Gramsci, pero de cómo se respondan estas preguntas depende el futuro de la hegemonía kirchnerista. Porque ha convencido a sectores con potencia comunicacional cuando ha profundizado con audacia, pero ha convocado mayorías cuando ha consolidado esas medidas. Y se ha debilitado cuando ha acompañado la profundización con radicalización ideológica. Es decir: ¿convoca con su radicalización al progresismo convencido o profundiza ampliando la convocatoria a otros sectores político-culturales? Pero hay una pregunta más angustiante aun: ¿es posible profundizar económica y culturalmente sin resquebrajar la unidad nacional?
El kirchnerismo se ha fortalecido como un elemento contracultural en el mapa político argentino. Pero hoy va a ser rubricado en las urnas con una potencia legitimadora pocas veces vista. Es un momento que reclama algo de cuidado: todo poder genera tarde o temprano un contrapoder. Hasta el momento, el gobierno había corrido con la “ventaja” de poder ser un proyecto político alternativo no consolidado a ojos de las mayorías. Pero con más de un 50% de los votos, con una posible mayoría en el Congreso, con un Pacto Social como respaldo, y con la convocatoria a la “Unidad Nacional” ha logrado constituir cierta hegemonía nada despreciable. Yo intuyo que el camino elegido será el de una audaz “profundización e institucionalización”. Pero, como siempre, el kirchnerismo se las arreglará para sorprender en la forma de resolver esa tensión entre “orden” y “radicalización”.
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