Desde sus inicios, el sindicalismo argentino estuvo marcado por las tensiones entre dirigencias burocratizadas y bases que nunca perdieron del todo su capacidad de desbordarlas. La persistencia de la burocracia habla de las limitaciones del movimiento obrero pero también de la utilidad que representa para el Estado y las patronales.
unque la orientación revolucionaria inicial del movimiento obrero argentino se fue debilitando a lo largo del siglo XX, no se trató de un proceso irreversible: en diversos momentos de la historia los trabajadores animaron luchas de gran radicalidad que consiguieron complicar la continuidad de la acumulación de capital. Para mantenerlas bajo control, desde muy temprano los diferentes grupos gobernantes buscaron una alianza con algún sector de la dirigencia sindical. Así, las características que el sindicalismo argentino tiene en la actualidad son el resultado de una historia forjada no sólo por los obreros, sino también por el Estado y las clases dominantes.
El comienzo
A inicios del siglo XX resultó evidente que la represión no era suficiente para contener la protesta. Por eso, el Estado fue desarrollando instituciones y técnicas propias para evitar que las disputas laborales se radicalizaran. Fueran de la corriente que fuesen, los activistas de base de entonces buscaban aunar en un mismo movimiento las demandas de todos los sectores y vincularlas con un proyecto de cambio radical. El Estado comenzó a responder a este desafío del modo inverso, reconociendo como legítimos algunos de los reclamos, atendiendo los de cada sector por separado y haciendo concesiones que demostraran que podían obtenerse mejoras sin necesidad de una revolución. Allí donde los más radicalizados buscaban construir un movimiento político de alcance general, el Estado debía responder transformando los reclamos en meras demandas sectoriales o corporativas, separadas unas de otras y sin relación con un objetivo político más amplio.
Pero para que esta estrategia funcionara, el Estado tenía que encontrar interlocutores entre los obreros, dirigentes que estuvieran más dispuestos a escuchar propuestas que a llamar a la revolución social. Así, Hipólito Yrigoyen acostumbró entablar diálogos directos con los sectores menos radicalizados y en ocasiones terció a su favor. Durante la década de 1930 se reforzó la función mediadora del Estado, mientras que su acción represiva se volvió más selectiva. Las corrientes anarquistas y comunistas pronto se vieron desplazadas por el crecimiento del sector apolítico o “sindicalista”, que fue habituándose a negociar con el Estado.
Los tiempos de Perón
La alianza con Perón permitió un explosivo crecimiento del movimiento obrero luego de 1945. La tasa de afiliación a los sindicatos aumentó de manera notoria y los mecanismos de negociación con el Estado se institucionalizaron. Pero el crecimiento tuvo también sus costos. Los sindicatos se transformaron en grandes y complejas estructuras que se distanciaron cada vez más de la realidad de los trabajadores comunes. En los inicios del movimiento, a comienzos del siglo XX, las entidades gremiales agrupaban un pequeño número de afiliados; tenían pocos cargos oficiales, que siempre eran ocupados por obreros militantes. Ninguno cobraba por ello un sueldo y habitualmente continuaban con su empleo como modo de ganarse el pan. Órganos pequeños y de alcance local, los sindicatos de entonces permitían que los afiliados pudieran tener una participación directa en las decisiones.
Todo esto cambió en los años cuarenta. Además de sus funciones tradicionales, los sindicatos pasaron a ocuparse de gran variedad de cuestiones relativas al bienestar obrero, como la provisión de alimentos baratos, servicios turísticos y de sanidad, etc. Además, las complejas negociaciones colectivas requirieron un cuerpo de asesores legales y técnicos. El tamaño que adquirieron muchos sindicatos, junto con la creciente complejidad de sus tareas, hizo indispensable la multiplicación de los cargos rentados, muchos no electivos. Los dirigentes –ahora una clase profesional que cumplía funciones de tiempo completo– se distanciaron cada vez más de la vida cotidiana de los trabajadores comunes. La democracia de base se volvió más bien la excepción, y los síntomas del malestar de las bases por esta “burocracia sindical” no tardaron en hacerse presentes.
De la resistencia al regreso de Perón
Tras el derrocamiento de Perón, el movimiento obrero iniciaría un camino de creciente radicalización. En ese contexto, tanto las dictaduras como los débiles gobiernos civiles de ese período necesitaban mantenerse en buenos términos con la burocracia sindical, la única que parecía capaz de aplacar la furia obrera. Arturo Frondizi, por ejemplo, buscó ganarse su apoyo promulgando una Ley de Asociaciones Profesionales, que volvía a poner en pie el modelo de sindicalismo que la Revolución Libertadora había tratado de desmantelar: la normativa reestableció el sindicato único por rama y abolió la representación de las minorías en los cargos sindicales, contribuyendo de ese modo a hacerles la vida más difícil a las listas opositoras que pretendieran disputar la conducción. Pero, más importante aun, estableció que los aportes de los trabajadores para sostener los sindicatos y las obras sociales serían compulsivos y automáticos: los empleadores tendrían la obligación de transferirlos a las entidades gremiales, que de ese modo se aseguraban el manejo de una enorme masa de dinero. La nueva ley aseguraba así a la burocracia sindical una estabilidad y un poder incluso mayor que el que había tenido en tiempos de Perón. Naturalmente, eso reforzó su vocación de mantener buenas relaciones con el gobierno, que por la misma norma se había reservado la atribución de retirar la personería a las entidades que se pasaran de la raya.
La burocracia sindical, sin embargo, no funcionó como un funcionariado al servicio del gobierno de turno. Por el contrario, siempre entendió que sus privilegios se mantendrían en tanto y en cuanto su papel de gerenciadora del conflicto obrero fuera valorado. Era fundamental conservar viva la “amenaza obrera”, pero en un nivel que pudieran mantener bajo control. Se trataba, entonces, de sostener un delicado equilibrio entre la presión y el compromiso, entre el dar rienda suelta a la lucha y volver a ponerla en caja. Y eso requería tanto tener bien aceitados los canales de diálogo con los funcionarios estatales, como impedir que desde las bases surgieran desafíos a la autoridad de los sindicalistas.
Así y todo, ni el talento negociador de la burocracia ni las ventajas que le ofrecía el Estado eran siempre efectivos para mantener a las bases bajo control. La presión desde abajo en estos años produjo la aparición de un sindicalismo más cercano a las demandas populares y más democrático. Hacia fines de los años sesenta, la burocracia debió enfrentar desafíos crecientes, que se producían tanto dentro de cada fábrica con la elección de comisiones internas y cuerpos de delegados más radicalizados, como en el más alto nivel de representación: por ejemplo, con la creación de la “CGT de los Argentinos” en 1968. A esto habría que agregar la aparición de algunos nuevos sindicatos “clasistas” y de dinámica asamblearia, como los célebres SITRAM y SITRAC.
El fin de la proscripción del peronismo en 1973 produjo una avalancha de luchas que con frecuencia desbordaban a las dirigencias. Perón, que comprendía desde mucho antes que el poder que ganaban las bases obreras minaba el suyo propio (incluso si los obreros se declaraban peronistas leales), reaccionó ampliando las facultades de la burocracia y ayudándola de varias maneras a retener el control. Promovió así una reforma al Código Penal para incluir como nuevos delitos la ocupación de fábricas o la “incitación a la violencia”. A fines de 1973 también hizo aprobar una modificación de la Ley de Asociaciones Profesionales que, entre otras cosas, extendía los mandatos de los sindicalistas de dos a cuatro años y les otorgaba poderes ilimitados para anular cualquier medida tomada por las comisiones internas, cuerpos de delegados o regionales. Si lo deseaban podían incluso expulsar a un delegado por “inconducta gremial”. Estas atribuciones fueron utilizadas dura y frecuentemente. Además, durante 1974 las conducciones sindicales fueron acentuando sus prácticas gangsteriles, empleando matones para amedrentar o violentar a trabajadores “díscolos” (incluso en colaboración con los grupos parapoliciales). Así la burocracia, que ya venía desempeñando el papel de contención de la lucha obrera, asumió por momentos un rol directamente represivo.
La era neoliberal
El pacto de convivencia que selló parte de la dirigencia sindical con el Proceso, precisamente en el momento en el que éste ponía en marcha reformas económicas que debilitarían notoriamente al movimiento obrero, era un anuncio de los tiempos venideros. El inicio de las privatizaciones de Carlos Menem estuvo marcado por una intensa resistencia gremial. Pero desde 1991 el gobierno puso en marcha una hábil negociación con la burocracia sindical para desactivarla. La conducción de la CGT y de los principales gremios recibió importantes prebendas y jugosos beneficios personales. Algunos gremialistas se acercaron tanto al mundo de los negocios que se habló de un nuevo “sindicalismo empresarial”.
La resistencia al neoliberalismo debió buscar otros carriles organizativos, generando interesantes realineamientos. Un ala disidente, liderada por Hugo Moyano, creó el Movimiento de Trabajadores Argentinos (MTA), que enfrentó al gobierno pero sin salirse de los marcos de la CGT. Pero la novedad más importante fue la creación en 1992 de una nueva entidad con ambición de agrupar al movimiento trabajador a nivel nacional, por fuera de la CGT y en oposición al Partido Justicialista: la Central de los Trabajadores Argentinos (CTA). Se trataba de una organización bastante diferente a la CGT. Para empezar, las autoridades eran elegidas por voto directo de todos los afiliados. Además, se propuso incorporar no sólo a trabajadores, sino también a organizaciones de inquilinos, pequeños propietarios rurales y desempleados. La CTA fue la principal impulsora de varias huelgas generales y otras medidas de importancia de la resistencia al neoliberalismo. En 1994 surgió también la Corriente Clasista y Combativa (CCC), otra nueva entidad que pronto adquiriría gran relevancia en el mismo sentido.
2001 y después
El movimiento obrero tuvo un protagonismo relativamente menor en las luchas que precedieron y sucedieron a la rebelión de 2001. Paralizado por el azote del desempleo, fue eclipsado por la visibilidad que ganaron los piqueteros, las asambleas y la gente autoorganizada en las calles. Las luchas obreras de ese momento fueron defensivas y focalizadas, y con frecuencia se realizaron por fuera de los sindicatos. Las primeras fábricas recuperadas, por caso, surgieron sin ningún apoyo de sus entidades gremiales (como en el caso IMPA) o directamente enfrentándolas (como en Zanón).
Más tarde, con la recuperación económica, reaparecieron las luchas obreras de estilo más tradicional. Pero en ellas se hizo evidente cierto distanciamiento entre las bases y sus cúpulas. Un relevamiento reciente muestra que, desde 2007, alrededor de un 13% de los conflictos que suceden en el sector privado no están enmarcados en ningún sindicato. Por otra parte, entre los que sí lo están, se verifica una tendencia a que sean cada vez más los sindicatos de base y las seccionales (antes que las federaciones o las centrales) los que los motorizan.
En 2007 el 51% de los conflictos en el sector privado fueron promovidos por estas instancias, mientras que el año pasado el porcentaje ascendió a más del 78%. Una cantidad minoritaria pero significativa de todas estas huelgas y reclamos realizados por fuera de las estructuras sindicales o en sus niveles de base fue conducida por agrupaciones antiburocráticas, algunas de ellas de orientación izquierdista (aunque no necesariamente ligadas a partidos) (1).
Este tipo de expresiones es una prueba de la persistencia de uno de los rasgos característicos de la tradición gremial argentina: las tensiones entre dirigencias sindicales burocratizadas y bases obreras que nunca pierden del todo su capacidad de desbordarlas. Tal persistencia no debe causar sorpresa: de todas las elites dirigentes de Argentina, tanto estatales como corporativas, probablemente sea la sindical la que consiguió atravesar las turbulencias de 2001 con menor necesidad de recambio.
El gobierno kirchnerista, que ha dado muestras de vocación renovadora en otros ámbitos, prefirió hasta ahora más bien apoyarse en las viejas estructuras gremiales, antes que en los grupos que intentan renovarlas o en los movimientos sociales. Y nada indica que esta disposición vaya a cambiar en estos días.
Los sindicalistas siguen estando entre los sectores más desprestigiados del país. Algunas de las peores expresiones del “sindicalismo empresarial” de los años 90 siguen a la vista de todos.
Muchos dirigentes prestan sus servicios desmovilizadores cada vez que resulta conveniente, fijando “techos” a las demandas salariales o llamando al orden a sus bases. E incluso las prácticas gangsteriles y represivas siguen siendo moneda corriente, como pudo verse en los tiroteos recientes entre facciones de la UOCRA y en el asesinato de Mariano Ferreyra a manos de un grupo al servicio de la Unión Ferroviaria. Seguramente la persistencia de una burocracia sindical de estas características habla de las limitaciones del propio movimiento obrero. Pero también de la utilidad que encuentran en ella tanto el Estado como las patronales. Por más que cada tanto haya voces mediáticas, empresariales o políticas que cuestionen a los dirigentes vitalicios de tal o cual gremio, hasta ahora no hubo ninguna iniciativa seria para poner coto a las prácticas antidemocráticas por las que se mantienen en el poder.
1. “Conflictividad laboral: informe anual 2011”, Observatorio del Derecho Social (CTA), disponible en:
www.obderechosocial.org.ar/docs/anual_conflictos_2011.pdf
Historiador.
Su último libro es
Historia de las clases populares en Argentina, desde 1880 hasta 2003,
Buenos Aires, Sudamericana, 2012.
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