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Instrúyanse, porque tendremos necesidad de toda vuestra inteligencia. Agítense, porque tendremos necesidad de todo vuestro entusiasmo. Organícense, porque tendremos necesidad de toda vuestra fuerza.

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Instrúyanse, porque tendremos necesidad de toda vuestra inteligencia. Agítense, porque tendremos necesidad de todo vuestro entusiasmo. Organícense, porque tendremos necesidad de toda vuestra fuerza.

11/1/10

La receta ortodoxa


2 ANÁLISIS IMPERDIBLES DE TOMÁS LUKIN Y ALFREDO ZAIAT PARA ENTENDER LOS AVATARES DEL BCRA Y LA VISIÓN ORTODOXA SOBRE EL MANEJO DE LA ECONOMÍA...


El conflicto con el despedido presidente del Banco Central, Martín Redrado, ha despertado un debate interesante respecto de la atribución de “independencia” de la entidad monetaria. La oposición y analistas enrolados en la corriente ortodoxa interpretan esa autonomía como la imposibilidad de cualquier injerencia de los poderes democráticos en las medidas monetarias y financieras que implementa el Banco Central.

En estos días turbulentos en el ámbito político y judicial, resulta oportuno analizar desde visiones económicas alternativas y, en especial, desde experiencias internacionales, esa idea de “independencia”.

En Corea del Sur y Japón, bancos centrales dependientes del gobierno y comprometidos con el crecimiento económico cumplieron un rol significativo en el proceso de desarrollo de sus países.

Durante la actual crisis financiera, la independencia de la Reserva Federal –la banca central de ee.uu.– no trabó la emisión de miles de millones de dólares y el billonario rescate del sistema financiero que fue diseñado por el gobierno en coordinación con la autoridad monetaria.

En 1999, la independencia del Banco Central de Ecuador se tradujo en la renuncia del país a la soberanía monetaria.

En el plano local, la independencia del BCRA no fue puesta en duda cuando se designó al ex jefe del área de Monedas del JP Morgan Chase, Alfonso Prat Gay, al mando de la institución; al ex funcionario del FMI, Mario Blejer; o al Chicago boy de la Fundación Capital, Martín Redrado.

Tampoco se cuestiona la independencia de los distintos bancos latinoamericanos que intervienen activamente en su mercado de divisas –Colombia, Chile o Brasil– para mantener un nivel de tipo de cambio en sintonía con la política del gobierno.

La “independencia” forma parte del diseño institucional de los bancos centrales impulsado con éxito por la ortodoxia económica a partir de la década del '80. Con la fresca memoria de los procesos inflacionarios de la época, la atractiva idea por detrás de la independencia es que cuanto mayor sea el “blindaje” de la autoridad monetaria al poder político, mejor será el desempeño del país. Desde ese momento, la estabilidad de precios se volvió así el objetivo casi excluyente de los BC relegando a un segundo plano el crecimiento económico y del empleo. Pese a la extensa lista de fracasos que presenta, ese diseño institucional domina las cartas orgánicas de la mayoría de las bancas centrales del mundo.

Por fuera del pensamiento económico dominante advierten que el entramado teórico que sostiene esas ideas –el mismo que impulsó las reformas estructurales de los noventa– es falso. Apuntan, a su vez, que no existe evidencia empírica que lo sostenga para el caso de los países periféricos y dependientes como Argentina. Para la heterodoxia, es indispensable la necesidad de coordinación y dependencia entre las distintas políticas económicas como pilar para sostener un proceso de desarrollo que no esté basado en el ajuste permanente. Además, señalan que, aunque se han registrado cambios sustantivos en la política económica desde la salida de la convertibilidad, la ausencia de voluntad política ha convalidado el mismo entramado financiero-legal vigente desde la última dictadura y perfeccionado durante la década del '90.


La receta ortodoxa

Como los gobiernos tienen una inclinación a privilegiar objetivos de corto plazo distintos a la estabilidad de precios –empleo, salarios, competitividad, crecimiento del crédito, financiamiento del déficit–, sacrificando el desempeño económico de largo plazo, el Banco Central debe estar aislado del gobierno. Los beneficios inmediatos que puedan traer esas políticas para los trabajadores son un “engaño” que condena al país a un incremento de precios innecesario que muchas veces puede desencadenar procesos hiperinflacionarios.

Por eso, la autoridad monetaria debe estar a cargo de un banquero conservador que procure convencer a los mercados de que su objetivo excluyente es proteger el valor de la moneda –la inflación– con total independencia de los intereses del gobierno. Para mantener la estabilidad de precios la autoridad monetaria debe tener independencia de instrumentos, la autonomía necesaria para establecer cuál es la mejor forma de combatirla.

La presencia de una ley que lo declare independiente, la ausencia de controles del gobierno y estrictas limitaciones para su financiamiento a través de la entidad, mecanismos de selección de funcionarios donde el gobierno tiene una injerencia muy reducida, un mandato para el titular de la autoridad monetaria que supere en extensión al del presidente de la Nación y la posibilidad de aplicar políticas sin consultar al gobierno son algunos de los elementos formales que hacen a la independencia de los bancos centrales. Con esos dispositivos el banquero central impide que el gobierno incurra en graves errores populistas. La profusa literatura económica y sus sofisticados estudios econométricos, realizados por prestigiosos economistas, demuestran que la inflación promedio y la variación del PIB están correlacionadas negativamente con el grado de independencia del banco central.

El atractivo del diseño institucional ortodoxo es innegable: si se garantiza un banco central “independiente” y “creíble” dedicado al control del valor de la moneda, es posible lograr la estabilidad y crecimiento que los distintos gobiernos erosionan.


Atractivo, no inofensiva

La liberalización comercial y financiera, la eficiencia, la desregulación del sistema bancario, el equilibrio fiscal, el endeudamiento “barato” a largo plazo, la apertura externa, la mayor competitividad, la flexibilidad laboral y la estabilidad son el resto de los atractivos argumentos que utilizó la corriente dominante para instalar una estructura excluyente que profundizó la desigualdad, disparó el desempleo, desmanteló el aparato productivo e impulsó la retirada del Estado de la esfera económica. Esa misma teoría, con el apoyo del sector empresario-financiero y las imposiciones de los organismos multilaterales de crédito, pregonó la idealizada independencia de la banca central. La teoría económica dominante nunca menciona si la independencia también debería darse frente a las presiones originadas en el sector privado.

El reciente debate abierto alrededor de la “independencia” del Banco Central no responde solamente a una cuestión de carácter institucional inofensiva y meramente técnica. Existe un vínculo muy estrecho entre el control de la inflación, el desempleo, la distribución del ingreso y la puja distributiva. Martín Abeles y Mariano Borzel advierten en Metas de Inflación, un trabajo publicado por el Cefidar, que “la convalidación o discusión de la distribución del ingreso supone una decisión política, no una decisión técnica que pueda quedar a cargo de la autoridad monetaria independiente de las instituciones políticas”.

Para los autores, “el accionar del BCRA debe inscribirse dentro de un contexto más amplio, que contemple la discusión acerca de la inserción financiera internacional más conveniente para un país en desarrollo como la Argentina, desde su régimen cambiario hasta el grado de apertura al flujo internacional de capitales.”

La evidencia empírica demuestra que ni siquiera los países industrializados, con BC independientes, pudieron combatir la inflación sin incurrir en costos en materia de Producto y empleo. Los rigurosos estudios no se verifican en el caso de las economías como periféricas. Sin embargo, para los teóricos ortodoxos el fracaso de la fórmula no responde a la falsedad de sus fundamentos, sino a la brecha que existe entre la independencia legal y la real. Esta postura permitió que a mediados de 2002, cuando la convertibilidad estaba en caída libre, los economistas del Instituto Tecnológico de Massachusetts, Rudiger Dornbush y el chileno Ricardo Caballero llevaron la independencia al extremo al proponer que la política económica del país estuviera a cargo de “un equipo de experimentados banqueros extranjeros”. La política económica debía ser totalmente independiente del gobierno central. En otras palabras, el país debía renunciar a la soberanía y someterse al dictamen de la sabiduría ortodoxa.


Tomás Lukin



Independencia

El concepto de independencia del Banco Central se ha instalado en el debate económico como un valor por encima de las instituciones democráticas. Es una idea que permite ocultar la influencia que ejerce el poder financiero sobre las autoridades de la entidad monetaria.

Se trata de una concepción conservadora y corporativa del diseño de la política económica que la ortodoxia ha conseguido imponer en el sentido común de la sociedad. Tan contundente ha sido ese logro que hasta dirigentes del centroizquierda la defienden en peculiares alianzas discursivas. Resulta misterioso ese triunfo cultural de considerar la independencia del Banco Central como una estrategia sensata.

Dos antecedentes recientes enseñan que esa autonomía provoca fabulosos descalabros económicos y sociales. Esa independencia, o sea tener la capacidad de instrumentar una estructura normativa de escaso control a los bancos y favorable a los intereses de los banqueros, estuvo en su máximo apogeo al momento de desencadenarse dos crisis extraordinarias: la debacle de Wall Street con la crisis subprime y el derrumbe bancario en Argentina con el corralito y la pesificación asimétrica. Estos antecedentes deberían abrir el cuestionamiento a la “independencia” del Banco Central.

Si se quiere una idea conservadora, antipolíticas y de preservación de intereses de minorías privilegiadas, no hay que buscar mucho. Se encuentra en la expuesta con la “independencia” del Banco Central. En su esencia, considera que los gobiernos tienen objetivos de corto plazo y, por lo tanto, tentados a la demagogia. Para frenar esa tendencia de los políticos a impulsar estrategias expansivas, que implicarían acelerar el descenso del desempleo o disminuir la tasa de interés para ampliar el crédito productivo, se necesita de un factor de contención de esos “despropósitos” económicos.

Con aura de técnico experto, alejado de las miserias del mundo terrenal, emerge entonces el economista ortodoxo que reúne las características para ser seleccionado para ejercer el cargo de presidente del Banco Central con posterior ratificación del Senado. Ese funcionario tendrá la misión de limitar el riesgo de ese eventual desequilibrio que derivaría en inflación provocado por las ambiciones de los políticos.

De esa forma colisiona la supuesta irresponsabilidad cortoplacista de políticos contra la prudencia de economistas que dicen saber cómo evolucionarán las variables, en especial la inflación, si no se respetan ciertos equilibrios macroeconómicos.

Esa concepción considera que las máximas autoridades de un gobierno estiman que su suerte electoral depende del nivel de actividad económica y el empleo. Por ese motivo, demandan políticas monetarias expansivas, medidas que una banca central debería resistir si es “independiente” para evitar un proceso inflacionario. Así se constituye en forma indirecta, a través de la estrategia monetaria, un dispositivo conservador de la política de ingresos dado que institucionaliza la amenaza de una mayor desocupación en el supuesto de que no se verifique una limitación en materia salarial, que en caso de excesos provocaría inflación.

Para la visión ortodoxa la misión única de la banca central es preservar el valor de la moneda y la inflación es su principal enemigo.

Toda la política económica debe estar subordinada a esa meta. Así el presidente del Banco Central se convierte en la figura rectora de la gestión económica. En la práctica y llevado al extremo, es la constitución de un poder autónomo dentro del espacio de gestión del poder político. Un ministro de Economía no necesita el aval del Senado para su designación ni para su remoción como establece la Carta Orgánica del BCRA para su presidente. Y ambos tienen sus respectivas cuotas de responsabilidad sobre la gestión del rumbo de la economía. Pero el titular del Palacio de Hacienda tiene la máxima y no goza de esos mecanismos institucionales de protección del presidente del Banco Central. De ese modo se ha ido consolidando la inconsistencia de otorgar autonomía a un área fundamental para el diseño de una política económica coordinada.

El Banco Central se ubica en el lugar de confiable para los agentes económicos cuando su conducción interviene según su parecer, aunque estuviera en contradicción con la estrategia gubernamental. Esa credibilidad significa en los hechos que la autoridad monetaria se desprende de la responsabilidad inmediata con respecto al desarrollo de la economía real.

La “independencia” se entiende como la facultad del presidente del Banco Central, desde el punto de vista institucional y práctico, para tomar las decisiones que considere más acertadas, sin previa ni posterior interferencia de ninguna otra autoridad.

Resulta peculiar este pensamiento sobre la calidad institucional que coloca en un segundo plano la calidad de la representación democrática. Un rasgo característico de esa corriente es “que tiende a considerar a los gobiernos electos como agentes insensatos, ineptos y oportunistas; en tanto considera a las autoridades monetarias como agentes sensatos, idóneos y consustanciados con los intereses de los ciudadanos”, explican los economistas Martín Abeles y Mariano Borzel, en el documento del Cefid-Ar Metas de Inflación: implicancias para el desarrollo. Para agregar que “la propuesta de independencia de la autoridad monetaria conforma, desde la perspectiva teórica de, por ejemplo, la ciencia o la filosofía política, un esquema institucional manifiestamente ‘elitista’ que, al independizar a la autoridad monetaria de los gobiernos electos, excluye al soberano (electorado) de toda influencia sobre uno de los resortes fundamentales de la administración macroconómica”. Sólo la presencia dominante del pensamiento ortodoxo en la esfera de la economía puede sostener ante la sociedad ese contrasentido.

La evidencia empírica de las últimas 2 décadas ha mostrado que esa forma de organización ha provocado mayores descalabros económicos que la inflación en el nivel de actividad y del empleo. Los banqueros centrales de la realidad, no los que se esbozan en marcos teóricos, no poseen el poder sobrenatural de ordenar las variables económicas que le brindaría la independencia del gobierno.

El caso más paradigmático ha sido el del otrora poderoso presidente de la Reserva Federal (banca central estadounidense), Alan Greenspan. El hombre de las finanzas mundiales de los '90 con su “independencia”, la reverencia del poder político y las alabanzas del mundo financiero fue perfeccionando un sistema de casino global. Ese mercado especulativo a escala mundial explotó con la crisis de las hipotecas subprime. La caída del Muro de Wall Street, que precipitó la mayor recesión mundial desde el crac del ’29, dejó en evidencia la profunda debilidad de ese cuadro teórico acerca del funcionamiento del Banco Central.

Otro caso impactante, por el elevado costo económico y social de la “independencia” de la entidad monetaria, fue la convertibilidad, con el desenlace del corralito y la pesificación asimétrica. La experiencia histórica revela que las caídas del Producto durante el ciclo recesivo son más pronunciadas cuando mayor sea la independencia de la banca central. Esto se verifica porque las autoridades de la entidad monetaria sobreactúan su firmeza frente al poder político, que reclama flexibilidad para superar rápido la crisis, para defender lo que consideran su “credibilidad” e “independencia”.

La banca central debe estar al servicio del crecimiento económico y del empleo, con tasas bajas que alienten la inversión, y cuidando de ese modo el valor de la moneda. Este se protege cuando la tasa de inflación está controlada, a la vez que se fortalece con el vigor de la actividad económica. Estos múltiples objetivos requieren de coordinación de la política fiscal, de ingresos y monetaria con sintonía fina de la gestión económica global. La independencia del Banco Central atenta contra esa forma alternativa de funcionamiento y organización de la economía cuyo objetivo es el interés general.



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