Con esta frase del título, directa y contundente, Raúl Scalabrini Ortiz definía admirablemente la conclusión de un proceso que habría de marcar un punto de inflexión en la historia argentina y de toda América latina. Punto de condensación de un proceso de cambios y profundas transformaciones de nuestra sociedad, a partir del 17 de octubre de 1945 la Argentina ya no sería la misma. La auténtica democracia había reclamado su protagonismo en el escenario político de la Nación, y por más que en el futuro su horizonte se presentaría oscuro y sangriento, acechado por las minorías de la propiedad y el privilegio, su semilla sobrevivió a los vendavales para madurar con paso decidido en los inicios del siglo XXI.
Los antecedentes. La crisis del ’29 creó las condiciones apropiadas para el colapso de la primera experiencia de la democracia política en nuestro país. En la década de 1930, el drástico descenso del comercio internacional provocó el abandono de buena parte de las explotaciones agrícolas, forzando un proceso de migraciones internas hacia los suburbios de las ciudades más ricas del Litoral. Los recién llegados, procedentes del interior profundo de la patria, fueron catalogados como “cabecitas negras” o “aluvión zoológico”, según la definición del diputado de la UCR Ernesto Sanmartino.
El derrocamiento del presidente Castillo por parte de la logia militar GOU (¿Grupo de Organización Unificado?), el 4 de junio de 1943, como medida preventiva para evitar el acercamiento a los EE.UU. que prometía su inminente sucesor, Robustiano Patrón Costas, inició un trienio inestable en la política argentina, consecuencia de los conflictos internos dentro de una gestión sin liderazgo definido y con profundas contradicciones ideológicas, que sólo consiguió sostenerse merced al aporte popular que le garantizó su secretario de Trabajo, el coronel Juan Domingo Perón. Conquistando el respaldo masivo de los trabajadores y de una vieja guardia sindical de origen socialista y sindicalista que lo reconoció como promotor de la democracia social en nuestro país, Perón impulsó diversas normas que garantizaron la dignidad y una drástica mejora en la calidad de vida de las grandes mayorías postergadas.
Sin embargo, el irrefrenable protagonismo político de Perón –quien para 1945 sumaba los cargos de vicepresidente, ministro de Trabajo y ministro de Guerra– resultó indigerible para sus competidores dentro del Ejército. Sus iniciativas (estatuto del peón, vacaciones pagas, leyes de maternidad y de accidentes de trabajo, mayores ingresos y estabilidad laboral) le sumaron el repudio de las clases medias y altas y de la aristocrática Marina. Esas resistencias se unificaban en el repudio compartido por los opositores sobre la informal relación afectiva que Perón había establecido con la actriz Eva Duarte, objeción que combinaba una pacata moralina con altas dosis de odio social.
La conspiración. La rendición de Alemania operó mágico efecto sobre las clases medias y altas porteñas. Llamativamente, las mismas fuerzas partidarias y corporativas que habían apelado al fraude y la violencia como sistema durante la década de 1930 –radicales antipersonalistas, conservadores, socialistas intransigentes y Sociedad Rural–, otros que la habían tolerado –radicales personalistas, demócrata-progresistas y socialistas–, y, finalmente, los comunistas que la habían sufrido en carne propia, se lanzaron en inédita manifestación en el mes de septiembre de 1945 para exigir el fin de la “dictadura fascista”, el apresamiento de Perón y la inmediata entrega del poder a la Corte Suprema.
La nutrida asistencia, compuesta por lo más selecto de la sociedad porteña, provocó inmediato impacto dentro de la Armada y de algunos jefes militares, encabezados por el general Ávalos, quienes trasladaron esos reclamos al presidente Farrell. Si bien coincidían en la exigencia de apresamiento de Perón, no conseguían elaborar una salida política consensuada. La entrega del poder a una Corte Suprema compuesta por conspicuos miembros del conservadurismo argentino implicaba el retorno a la situación de 1943 y era rechazada por varios miembros del GOU. Otros preferían el desplazamiento de Farrell y el establecimiento de un gobierno de transición, compuesto por una fórmula mixta cívico-militar.
Por entonces, Perón había sido trasladado a la isla Martín García, y no faltaban las voces que exigían su asesinato. Farrell, muy debilitado, soportaba la intromisión de Ávalos y del almirante Vernengo, quienes forzaron cambios en su gabinete, incluyendo a tradicionales figuras del conservadurismo. Simultáneamente, las conquistas obreras comenzaban a revertirse: el 12 de octubre fue declarado jornada no laborable sin remuneración.
El 17 de octubre, los trabajadores y Perón. Con el paso de los días se evidenciaba la imposibilidad de alcanzar un consenso entre la atomizada dirigencia cívico-militar. Las clases medias y altas redoblaban sus exigencias, al tiempo que el Partido Comunista ofrecía al general Ávalos –quien había trocado, en su consideración, de fascista autoritario a paladín democrático– la creación de milicias armadas con el fin de reprimir las demandas de restauración de su líder formuladas por el “malón peronista”.
La pérdida del rumbo político de los conspiradores avaló los crecientes rumores de un inminente retorno de Perón a Buenos Aires, por “razones de salud”, que se concretó el 17 de octubre por la mañana. Su llegada motivó el paulatino avance de compactas columnas obreras procedentes del conurbano, pese a que la CGT había dispuesto un paro general para la jornada siguiente.
Hacia la media tarde, la presencia masiva de más de 500 mil manifestantes en Plaza de Mayo forzó al presidente a buscar un entendimiento con Perón, descartando la represión a mansalva propuesta por la Armada. Perón formuló entonces una serie de exigencias sobre recambios del personal político, las FF.AA. y la jefatura policial, para finalmente trasladarse a la Casa Rosada. Desde sus balcones proclamó a esa “masa sudorosa y trabajadora” como portadora de la verdadera civilidad del pueblo argentino y reivindicó la jornada como una “verdadera fiesta de la democracia”, equiparable al 25 de Mayo de 1810. Por último, y ante la algarabía general, el líder se definió como el “vínculo de unión” que haría “indestructible la hermandad entre el pueblo, el ejército y la política”.
Sobre esa alianza, Perón concretaba la fundación mítica de una nueva Argentina. Si bien las interpretaciones de los contemporáneos son divergentes, todos coinciden en destacar el carácter fundacional del 17 de octubre. Mientras La Época destacaba que los “diarios encendidos a manera de antorchas resplandecen sobre la negrura nocturna celebrando la victoria popular”; el conservador Emilio Hardoy afirmaba, a su pesar: “¡Nueve días que cierran una época e inauguran otra!”. Y en tanto Jorge A. Ramos celebraba que “los obreros no eran ya esos gremialistas juiciosos a quienes Juan B. Justo había adoctrinado sobre las ventajas de comprar porotos baratos en las cooperativas”, Scalabrini Ortiz “presentía” que la historia estaba pasando junto a nosotros: “Lo que yo había soñado e intuido durante muchos años estaba allí presente”. La hora de la democracia real había sonado por fin en la Argentina. Consolidarla definitivamente era entonces, y sigue siendo hoy en día, la tarea excluyente de nuestra agenda.
historiador
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