Una época de la historia no sólo se caracteriza por los cambios estructurales, por las transformaciones de la economía y las relaciones sociales, ni tampoco exclusivamente por el vértigo de las innovaciones tecnológicas; a todos esos factores fundamentales hay que agregarles la construcción y el despliegue hegemónico de una nueva visión de la realidad asociada con un giro en la trama cultural simbólica que define la emergencia de nuevas formas de conciencia y la cristalización de un nuevo sentido común.
Cambia el lenguaje, es decir, los modos de nombrar lo que nos acontece al mismo tiempo que se modifican profundamente las relaciones entre las personas. El peronismo en el momento de su aparición histórica supuso no sólo una mutación de la vida económica y social sino, tan importante como lo primero, una invención social democrática de un tipo que el país no había conocido hasta ese momento.
Se trató de hacer visibles a los invisibles al mismo tiempo que se instituyó una práctica y un relato de la equidad que dejaría una marca imborrable en la memoria de las multitudes populares. Desmontar ese paradigma igualitario supuso implementar una despiadada represión como punto de inflexión de una radical transformación de la estructura productiva, punto de partida de lo que luego se completaría, en sucesivas etapas apenas interrumpidas al comienzo de la restauración democrática, por el predominio de una nueva hegemonía cultural.
Lo conmovedor del discurso del 25 de mayo de 2003 fue que anunciaba, con la tartamudez propia de lo que debe enfrentar obstáculos enormes, la entrada en otro tiempo argentino caracterizado, a partir de ese momento, por un cambio esencial de paradigma.
Lo que hoy vuelve a dirimirse en la ciudad de Buenos Aires es si los porteños queremos seguir situados en el paradigma neoliberal de los ’90, o si aspiramos a ser parte de un momento de decisivas transformaciones que vienen desplegándose en el país pero que todavía parecen no haber podido alcanzar el núcleo duro del sentido común de una parte importante de los ciudadanos porteños. El macrismo no es otra cosa que la forma vaciada, el puro producto mercantil de la ideología del hiperindividualismo cínico que prevaleció desde los años de la dictadura entre nosotros. Macri, reinventado continuamente por Durán Barba y sus técnicas publicitarias, es la continuidad, bajo otros ropajes, de lo peor de una época dominada por la ruptura de los vínculos de solidaridad y atravesada, de lado a lado, por un gigantesco mecanismo de exclusión y de violencia que se descargó sobre los más débiles.
El macrismo es lo que queda, el resto cualunque y degradado, de una hegemonía cultural que logró, durante casi dos décadas, capturar el alma de una porción no menor de la sociedad. Es el resultado de una alquimia de fantasía primermundista, reflejo antipolítico, prejuicio racista y resentimiento que todavía habita en algunos sectores de clase media y que se ha prolongado, con tentáculos perversos, sobre una porción de la clase media baja y popular que tiene como principal enemigo a los más pobres y, como objeto de admiración e identificación, a los “ricos y famosos”. Macri, su discurso potenciado por sus “ingeniosos” publicistas, se dirige hacia esos núcleos de prejuicio y resentimiento.
Es en ese nudo bien urdido por la derecha donde se expresa la pervivencia del paradigma de los ’90 y donde se sigue manifestando, en forma capilar, la herencia de la dictadura. Desatar ese nudo es uno de los grandes desafíos de un proyecto que busca reinstalar el ideal igualitarista sabiendo, como sabe, que nunca es fácil deshacer la trama cultural simbólica que subyace y determina al sentido común.
La debacle del alfonsinismo al final de la década del ’80, acelerada por el retroceso de Semana Santa del ’87, y el estallido de la hiperinflación fogoneado por los grandes grupos económicos, corrió pareja con un profundo y decisivo cambio de paradigma económico y cultural que, como un fantasma de nuevo tipo, venía recorriendo las entrañas del país desde marzo del ’76.
Eran los tiempos del triunfo planetario del “capitalismo de mercado”, de la caída no por anunciada menos estrepitosa de la Unión Soviética y de las proclamas nacidas en el corazón del Imperio que vociferaba a los cuatro vientos el fin de la historia y la muerte de las ideologías, que prometían un mundo alejado de los conflictos propios de la época atravesada por la bipolaridad. Nos introducíamos, a paso ligero y sin anestesia, en la etapa dominada absoluta y decididamente por el neoliberalismo que se presentaba a sí mismo como el punto de llegada, ahora sí, a un modelo de desarrollo capaz de conjugar los intereses del mercado y las mieles de la democracia liberal que se expandía con velocidad inusitada por un mundo ávido de mercancías y libertades de diverso tipo. Sin imaginar el precio que deberían pagar para disfrutar de la “verdadera libertad”, los distintos pueblos periféricos se aprestaban a entrar en la época de mayor desigualdad de la historia.
La víctima propiciatoria de estos nuevos rituales civilizatorios sería la “vieja y carcomida” idea del Estado de Bienestar, suerte de “máquina perversa” que, bajo la impronta del populismo rooseveltiano y el paradigma keynesiano, había desviado, eso se repitió hasta el hartazgo desde las usinas mediáticas, el normal desarrollo del mercado hacia una política de gastos exuberantes sostenidos en el acrecentamiento “desmesurado del gasto público” y el apoyo a los sindicatos. Entre nosotros, alejados de la violencia guerrerista desatada por el nazismo en Europa, ese giro de época fue traducido y adaptado a las condiciones nacionales por el primer y sorprendente peronismo.
Mientras que en Estados Unidos y en Europa tuvieron que esperar, con cierta resignación, más de tres décadas para iniciar el desmontaje del Welfare State (allí quedarían en la memoria los inolvidables 30 años gloriosos que tuvieron a los dorados sesenta como mito constitutivo de la sociedad de la equidad y el consumo, pero también de la contracultura y de las rebeldías que desembocarían en el emblemático Mayo francés), entre nosotros, la violencia de las clases dominantes se desató con el derrocamiento de Perón precedido, como señal ominosa, por el bombardeo criminal a Plaza de Mayo en junio del ’55 que anticiparía la extrema violencia a la que recurrirían estos sectores –apoyados fervientemente por los Estados Unidos– para terminar de romper el sesgo igualitario que el peronismo le había dado a la sociedad argentina y que se prolongó, aunque ya sin la lógica ascendente de ese período inicial, hasta el Rodrigazo que anticipó el giro brutal implementado por la dictadura.
Con una perseverancia digna de mejor causa, se inició una sistemática ofensiva que buscó horadar la presencia del Estado como garante de una sociedad más equitativa al mismo tiempo que se generalizaba un proceso de concentración de la riqueza asociado a una paulatina desindustrialización que sería desplegada con mayor virulencia a partir del golpe del ’76 y de la implementación del plan económico de Martínez de Hoz, plan que encontraría su punto de consumación, años después, con la convertibilidad menemista que vendría a invertir, de un modo perverso, lo realizado por el primer peronismo. Junto a ese proceso de desguace sistemático del Estado, acompañado por la destrucción de las bases de equidad implementadas en la segunda mitad de los ’40, se inició, también, una campaña ideológico-cultural destinada a sostener, en la conciencia de la sociedad, el reinado, ahora exclusivo, del paradigma neoliberal.
La caída en abismo provocada por la hiperinflación dejó disponible a la sociedad, en especial a los sectores medios y bajos, para que se hiciera con ella cualquier cosa que viniese a alejar la pesadilla del derrumbe económico. Recuperando antiguos reflejos cualunquistas y antipolíticos provenientes de otra Argentina, se desplomó sobre la opinión pública –astutamente reconstruida por las usinas mediáticas– una feroz campaña que, haciendo pie en una frase paradigmática de aquellos años pronunciada por el inefable “comunicador” de los ’90, anunciaba con certeza profética que “achicar el Estado es agrandar la Nación”. Esa cantinela repetida como un mantra que penetró las conciencias y produjo un nuevo sentido común hegemónico, habilitó, en términos de lo que los grandes medios denominan “la gente”, el necesario e imprescindible marco “cultural-simbólico” sin el cual hubiera sido muy difícil avanzar con el desguace, a precio vil, del patrimonio de los argentinos (allí quedaron las fraudulentas privatizaciones como ejemplo del precio pagado a cambio de la promesa primermundista que inundó el imaginario de época que terminó de hacer de Miami la meca soñada por las clases medias en su camino hacia la sociedad de consumo).
También hicieron lo suyo las experiencias de matriz popular y de izquierda que, en aquellos años, pusieron en evidencia la profunda crisis que las sacudía junto con el desmoronamiento del paradigma “socialista”. Un poco más adelante le llegaría el turno, también, al modelo socialdemócrata que acabó siendo funcional, en el corazón de Europa, al neoliberalismo. El fenómeno de una concentración escandalosa de la riqueza en cada vez menos manos se generalizó tanto en las naciones desarrolladas como en las periféricas.
Hoy, cuando una parte importante de Europa se enfrenta a una crisis descomunal, se vuelven a escuchar los argumentos de los defensores a ultranza de la economía de mercado que culpan, una vez más, al populismo de ser el causante de todos los males. Entre nosotros, se escucha a sesudos periodistas de La Nación –tribuna de opinión del neoliberalismo vernáculo– decir que las políticas de ajuste que se están implementando en países como Grecia, España, Italia, Portugal e Irlanda son la mejor receta para impedir el colapso y la aterradora pesadilla del default, esa misma pesadilla, eso nos dicen sin sonrojarse, que lleva el sello argentino.
Eludiendo, con inconsistente retórica ahuecada, la responsabilidad de un paradigma económico social que viene implementándose desde finales de los años ’70 y que encontró en la política de unificación europea, en la debacle ideológica de la socialdemocracia y en el dominio del euro (que no representa otra cosa que la hegemonía alemana, y en parte francesa, sobre el resto de los países de la comunidad) su núcleo decisivo, nuestros ideólogos locales reclaman que, tomando como caso ejemplar a Grecia, no se siga el camino “perverso” que seguimos los argentinos a partir de mayo de 2003 y que, de no haber sido por “el viento de cola” sojero, ya hubiera lanzado al país a una nueva crisis producto, una vez más, del “gasto desenfrenado” y de la utilización desmadrada “de la caja” clientelar.
Mientras los griegos expresan su rechazo a un plan de ajuste que se adapta a las exigencias de una mayor concentración de la riqueza y que busca, nuevamente, responsabilizar a los pueblos de lo que ha sido y sigue siendo un paradigma dominante que multiplica la desigualdad y hace añicos al Estado como garante de la equidad y de la defensa de los más débiles; entre nosotros los ideólogos del poder corporativo reclaman, como lo vienen haciendo desde hace años, regresar al modelo que asoló el país desde los tiempos de Martínez de Hoz y Videla y que se reencontró con su esencia de la mano de Menem y Cavallo allí donde la brutal hegemonía de la economía de mercado, de eso que se llama la globalización, destrozó derechos, trabajo y dignidad arrojando a millones de compatriotas al abismo de la exclusión.
Los griegos, como los españoles, empiezan a conocer lo que significan los planes de ajuste. Para ellos el nombre de “Argentina” ya no resuena con los ecos de la caída en abismo sino de la sorprendente recuperación que supo abandonar el paradigma neoliberal. Por esas paradojas de la historia, en la ciudad de Buenos Aires nos sigue gobernando la misma política que nos hundió en el pasado reciente y que hoy conduce a varios países europeos hacia su propia crisis. Los porteños tenemos la oportunidad de “indignarnos” ante tanto reaccionarismo de bajo vuelo que sigue tratando a los ciudadanos como si fuéramos “vecinos” sin capacidad de reflexión, meros deudores de una descompuesta mercancía cultural a la que hoy vuelve a darle letra el inefable Durán Barba junto a su pequeño Macri ilustrado.
Cambia el lenguaje, es decir, los modos de nombrar lo que nos acontece al mismo tiempo que se modifican profundamente las relaciones entre las personas. El peronismo en el momento de su aparición histórica supuso no sólo una mutación de la vida económica y social sino, tan importante como lo primero, una invención social democrática de un tipo que el país no había conocido hasta ese momento.
Se trató de hacer visibles a los invisibles al mismo tiempo que se instituyó una práctica y un relato de la equidad que dejaría una marca imborrable en la memoria de las multitudes populares. Desmontar ese paradigma igualitario supuso implementar una despiadada represión como punto de inflexión de una radical transformación de la estructura productiva, punto de partida de lo que luego se completaría, en sucesivas etapas apenas interrumpidas al comienzo de la restauración democrática, por el predominio de una nueva hegemonía cultural.
Lo conmovedor del discurso del 25 de mayo de 2003 fue que anunciaba, con la tartamudez propia de lo que debe enfrentar obstáculos enormes, la entrada en otro tiempo argentino caracterizado, a partir de ese momento, por un cambio esencial de paradigma.
Lo que hoy vuelve a dirimirse en la ciudad de Buenos Aires es si los porteños queremos seguir situados en el paradigma neoliberal de los ’90, o si aspiramos a ser parte de un momento de decisivas transformaciones que vienen desplegándose en el país pero que todavía parecen no haber podido alcanzar el núcleo duro del sentido común de una parte importante de los ciudadanos porteños. El macrismo no es otra cosa que la forma vaciada, el puro producto mercantil de la ideología del hiperindividualismo cínico que prevaleció desde los años de la dictadura entre nosotros. Macri, reinventado continuamente por Durán Barba y sus técnicas publicitarias, es la continuidad, bajo otros ropajes, de lo peor de una época dominada por la ruptura de los vínculos de solidaridad y atravesada, de lado a lado, por un gigantesco mecanismo de exclusión y de violencia que se descargó sobre los más débiles.
El macrismo es lo que queda, el resto cualunque y degradado, de una hegemonía cultural que logró, durante casi dos décadas, capturar el alma de una porción no menor de la sociedad. Es el resultado de una alquimia de fantasía primermundista, reflejo antipolítico, prejuicio racista y resentimiento que todavía habita en algunos sectores de clase media y que se ha prolongado, con tentáculos perversos, sobre una porción de la clase media baja y popular que tiene como principal enemigo a los más pobres y, como objeto de admiración e identificación, a los “ricos y famosos”. Macri, su discurso potenciado por sus “ingeniosos” publicistas, se dirige hacia esos núcleos de prejuicio y resentimiento.
Es en ese nudo bien urdido por la derecha donde se expresa la pervivencia del paradigma de los ’90 y donde se sigue manifestando, en forma capilar, la herencia de la dictadura. Desatar ese nudo es uno de los grandes desafíos de un proyecto que busca reinstalar el ideal igualitarista sabiendo, como sabe, que nunca es fácil deshacer la trama cultural simbólica que subyace y determina al sentido común.
La debacle del alfonsinismo al final de la década del ’80, acelerada por el retroceso de Semana Santa del ’87, y el estallido de la hiperinflación fogoneado por los grandes grupos económicos, corrió pareja con un profundo y decisivo cambio de paradigma económico y cultural que, como un fantasma de nuevo tipo, venía recorriendo las entrañas del país desde marzo del ’76.
Eran los tiempos del triunfo planetario del “capitalismo de mercado”, de la caída no por anunciada menos estrepitosa de la Unión Soviética y de las proclamas nacidas en el corazón del Imperio que vociferaba a los cuatro vientos el fin de la historia y la muerte de las ideologías, que prometían un mundo alejado de los conflictos propios de la época atravesada por la bipolaridad. Nos introducíamos, a paso ligero y sin anestesia, en la etapa dominada absoluta y decididamente por el neoliberalismo que se presentaba a sí mismo como el punto de llegada, ahora sí, a un modelo de desarrollo capaz de conjugar los intereses del mercado y las mieles de la democracia liberal que se expandía con velocidad inusitada por un mundo ávido de mercancías y libertades de diverso tipo. Sin imaginar el precio que deberían pagar para disfrutar de la “verdadera libertad”, los distintos pueblos periféricos se aprestaban a entrar en la época de mayor desigualdad de la historia.
La víctima propiciatoria de estos nuevos rituales civilizatorios sería la “vieja y carcomida” idea del Estado de Bienestar, suerte de “máquina perversa” que, bajo la impronta del populismo rooseveltiano y el paradigma keynesiano, había desviado, eso se repitió hasta el hartazgo desde las usinas mediáticas, el normal desarrollo del mercado hacia una política de gastos exuberantes sostenidos en el acrecentamiento “desmesurado del gasto público” y el apoyo a los sindicatos. Entre nosotros, alejados de la violencia guerrerista desatada por el nazismo en Europa, ese giro de época fue traducido y adaptado a las condiciones nacionales por el primer y sorprendente peronismo.
Mientras que en Estados Unidos y en Europa tuvieron que esperar, con cierta resignación, más de tres décadas para iniciar el desmontaje del Welfare State (allí quedarían en la memoria los inolvidables 30 años gloriosos que tuvieron a los dorados sesenta como mito constitutivo de la sociedad de la equidad y el consumo, pero también de la contracultura y de las rebeldías que desembocarían en el emblemático Mayo francés), entre nosotros, la violencia de las clases dominantes se desató con el derrocamiento de Perón precedido, como señal ominosa, por el bombardeo criminal a Plaza de Mayo en junio del ’55 que anticiparía la extrema violencia a la que recurrirían estos sectores –apoyados fervientemente por los Estados Unidos– para terminar de romper el sesgo igualitario que el peronismo le había dado a la sociedad argentina y que se prolongó, aunque ya sin la lógica ascendente de ese período inicial, hasta el Rodrigazo que anticipó el giro brutal implementado por la dictadura.
Con una perseverancia digna de mejor causa, se inició una sistemática ofensiva que buscó horadar la presencia del Estado como garante de una sociedad más equitativa al mismo tiempo que se generalizaba un proceso de concentración de la riqueza asociado a una paulatina desindustrialización que sería desplegada con mayor virulencia a partir del golpe del ’76 y de la implementación del plan económico de Martínez de Hoz, plan que encontraría su punto de consumación, años después, con la convertibilidad menemista que vendría a invertir, de un modo perverso, lo realizado por el primer peronismo. Junto a ese proceso de desguace sistemático del Estado, acompañado por la destrucción de las bases de equidad implementadas en la segunda mitad de los ’40, se inició, también, una campaña ideológico-cultural destinada a sostener, en la conciencia de la sociedad, el reinado, ahora exclusivo, del paradigma neoliberal.
La caída en abismo provocada por la hiperinflación dejó disponible a la sociedad, en especial a los sectores medios y bajos, para que se hiciera con ella cualquier cosa que viniese a alejar la pesadilla del derrumbe económico. Recuperando antiguos reflejos cualunquistas y antipolíticos provenientes de otra Argentina, se desplomó sobre la opinión pública –astutamente reconstruida por las usinas mediáticas– una feroz campaña que, haciendo pie en una frase paradigmática de aquellos años pronunciada por el inefable “comunicador” de los ’90, anunciaba con certeza profética que “achicar el Estado es agrandar la Nación”. Esa cantinela repetida como un mantra que penetró las conciencias y produjo un nuevo sentido común hegemónico, habilitó, en términos de lo que los grandes medios denominan “la gente”, el necesario e imprescindible marco “cultural-simbólico” sin el cual hubiera sido muy difícil avanzar con el desguace, a precio vil, del patrimonio de los argentinos (allí quedaron las fraudulentas privatizaciones como ejemplo del precio pagado a cambio de la promesa primermundista que inundó el imaginario de época que terminó de hacer de Miami la meca soñada por las clases medias en su camino hacia la sociedad de consumo).
También hicieron lo suyo las experiencias de matriz popular y de izquierda que, en aquellos años, pusieron en evidencia la profunda crisis que las sacudía junto con el desmoronamiento del paradigma “socialista”. Un poco más adelante le llegaría el turno, también, al modelo socialdemócrata que acabó siendo funcional, en el corazón de Europa, al neoliberalismo. El fenómeno de una concentración escandalosa de la riqueza en cada vez menos manos se generalizó tanto en las naciones desarrolladas como en las periféricas.
Hoy, cuando una parte importante de Europa se enfrenta a una crisis descomunal, se vuelven a escuchar los argumentos de los defensores a ultranza de la economía de mercado que culpan, una vez más, al populismo de ser el causante de todos los males. Entre nosotros, se escucha a sesudos periodistas de La Nación –tribuna de opinión del neoliberalismo vernáculo– decir que las políticas de ajuste que se están implementando en países como Grecia, España, Italia, Portugal e Irlanda son la mejor receta para impedir el colapso y la aterradora pesadilla del default, esa misma pesadilla, eso nos dicen sin sonrojarse, que lleva el sello argentino.
Eludiendo, con inconsistente retórica ahuecada, la responsabilidad de un paradigma económico social que viene implementándose desde finales de los años ’70 y que encontró en la política de unificación europea, en la debacle ideológica de la socialdemocracia y en el dominio del euro (que no representa otra cosa que la hegemonía alemana, y en parte francesa, sobre el resto de los países de la comunidad) su núcleo decisivo, nuestros ideólogos locales reclaman que, tomando como caso ejemplar a Grecia, no se siga el camino “perverso” que seguimos los argentinos a partir de mayo de 2003 y que, de no haber sido por “el viento de cola” sojero, ya hubiera lanzado al país a una nueva crisis producto, una vez más, del “gasto desenfrenado” y de la utilización desmadrada “de la caja” clientelar.
Mientras los griegos expresan su rechazo a un plan de ajuste que se adapta a las exigencias de una mayor concentración de la riqueza y que busca, nuevamente, responsabilizar a los pueblos de lo que ha sido y sigue siendo un paradigma dominante que multiplica la desigualdad y hace añicos al Estado como garante de la equidad y de la defensa de los más débiles; entre nosotros los ideólogos del poder corporativo reclaman, como lo vienen haciendo desde hace años, regresar al modelo que asoló el país desde los tiempos de Martínez de Hoz y Videla y que se reencontró con su esencia de la mano de Menem y Cavallo allí donde la brutal hegemonía de la economía de mercado, de eso que se llama la globalización, destrozó derechos, trabajo y dignidad arrojando a millones de compatriotas al abismo de la exclusión.
Los griegos, como los españoles, empiezan a conocer lo que significan los planes de ajuste. Para ellos el nombre de “Argentina” ya no resuena con los ecos de la caída en abismo sino de la sorprendente recuperación que supo abandonar el paradigma neoliberal. Por esas paradojas de la historia, en la ciudad de Buenos Aires nos sigue gobernando la misma política que nos hundió en el pasado reciente y que hoy conduce a varios países europeos hacia su propia crisis. Los porteños tenemos la oportunidad de “indignarnos” ante tanto reaccionarismo de bajo vuelo que sigue tratando a los ciudadanos como si fuéramos “vecinos” sin capacidad de reflexión, meros deudores de una descompuesta mercancía cultural a la que hoy vuelve a darle letra el inefable Durán Barba junto a su pequeño Macri ilustrado.
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