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Ya está. El proceso iniciado en marzo de 2008 tuvo una segunda culminación “institucional” el domingo 28 de junio. La primera fue la derrota de la 125, de la que esta elección es hija. Como nos atrevimos a decirlo en aquel momento, no se confrontaron realmente dos “modelos”, sino dos estilos de gestión (uno más reaccionario que el otro, sin duda) de lo mismo.
He aquí los efectos de esa ausencia de auténticas alternativas. Un año y medio de tironeos y negociaciones crispadas entre los distintos bloques que conforman el poder político-económico en la Argentina de hoy se resolvió electoralmente en el nítido predominio –si no la completa hegemonía– del bloque más concentrado agro-industrial-financiero-mediático, y en detrimento del bloque denominado “neodesarrollista” más débil, más vinculado con el Estado.
El gran “business” triunfó sobre el comparativamente más pequeño. Como no podía ser de otra manera en el contexto de la crisis capitalista “periférica”, y sin cambios de fondo. Imaginar que el bloque más débil podía imponerse “por arriba”, ilusionándose con un gran “revival” de la sustitución de importaciones y las “burguesías nacionales”, o algo por el estilo, con sólo algunos “retoques” en la política económica y social, era francamente utópico. En tiempos de crisis, las medidas cortas tienen patas ídem, y los entusiasmos “superestructurales” se disuelven rápido.
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Así, antes del 28-J la suerte estaba echada. Unos puntos más o menos en los resultados de la provincia de Buenos Aires no habrían alterado radicalmente la lógica del proceso, salvo quizás en términos “simbólicos” (que por supuesto no son despreciables, pero tampoco flotan en un cielo puro, exento de la contaminación por las “bases materiales”). Si Kirchner hubiera obtenido los famosos 3 o 4 puntos que esperaba sobre De Narváez, aun así habría que explicar el arrollador avance de esa llamada “nueva derecha”, que hubiera tenido que esperar hasta el 2011 para mostrar todo su potencial. Como están las cosas, se ha quemado una etapa, por así decir.
Como le gustaba repetir a Hegel, la Razón histórica tiene sus (a veces crueles) astucias. Abominamos de la idea de que “cuanto peor mejor”; pero cuando lo malo ocurre, más valdría extraer alguna enseñanza de ello. Algo muy ambiguo (veremos cuán “malo”) ha sucedido, también en cuanto a la trama social subterránea que este último año y medio fue tejiendo. Como no estamos en Honduras, no hizo falta por ahora, para resolver la “interna” de los bloques dominantes, un golpe palaciego-”constitucional”. El bloque más concentrado se impuso mediante elecciones “burguesas”, claro, pero limpias e inobjetables (las planificadas paranoias de campaña agitando fantasmas de fraude fueron fantochadas de cuarta), aunque totalmente vaciadas de relevancia política, o siquiera discursiva, ninguna; si durante un tiempo, en estos últimos años, pareció que retornaba la política “en serio”, esta campaña mostró distinto parecer. Lo cual es, de paso, otro indicador de que no se confrontaban dos “modelos”: cuando de verdad hay eso, se nota en las campañas, en la calle.
Pero, volvamos a la “trama social”. Los resultados distritales de la elección muestran lo que algunos han llamado la “derechización” de una parte importante de la sociedad, incluyendo capas de la clase trabajadora y sectores populares. En principio, es así. Hoy, ahora, no es de buen tono, mucho menos simpático, decir esto. Lo “políticamente correcto” sería: bueno, finalmente no fue para tanto, es un tropezón que desalienta pero no liquida las esperanzas, están Pino y Sabbatella, el macrismo en Capital ganó pero retrocediendo, etcétera. Pero “el análisis concreto de la situación concreta” no se hace para consuelo de los perdedores, sino para intentar, muy modestamente, entender lo que pasa, y orientar la propia política. Ni el dinero de De Narváez, ni las payasadas de Tinelli, ni la “traición” de unos cuantos intendentes (que aportaron lo suyo, claro) alcanzan para explicar lo que muy bien podría ser el principio del fin de un ciclo. No es cosa de culpabilizar en abstracto a la sociedad –entre los que podían razonablemente “entrar”, no había tantas opciones, y la izquierda siguió sin encontrarle la vuelta–, pero tampoco de desresponsabilizarla alegremente: ¿o las “masas”, cuando hacen lo que nos gusta, es por “conciencia”, pero si no, es porque el poder las llevó de las narices?
Aclaremos: “derechización”, no porque no hayan votado al bloque K (que ciertamente no representaba a la “izquierda”) sino porque sí votaron a De Narváez. Desde ya, no es una cuestión “ontológica”: la “derechización” puede ser pasajera (como también puede serlo la “izquierdización” que algunos ven en Capital, por ejemplo). Pero por ahora es así, y hay que pensar por qué.
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La trama social, que se mostró es muy compleja. El bloque triunfante, en marzo del año pasado, tuvo su “diciembre 2001” de derecha, “baño de masas” incluido. Frente a la crisis de las representaciones políticas clásicas, aprendieron a ganar la calle. El bloque K, en el 2003, había sabido salir del “que se vayan todos” popular cabalgando sobre la comparativamente espectacular recuperación económica, y crear expectativas de cambios de fondo, aun sin patear el tablero.
Pudo, digamos, hacer cierto “bonapartismo populista” –aunque sin el líder y sin las masas de 1945–. Otra cosa es gobernar con crisis. Con menos para repartir (aunque convengamos en que tampoco en la bonanza se repartió tanto) había que, justamente, alterar toda la lógica del “reparto” y darse una auténtica base de masas para defender la nueva lógica. La nueva lógica no apareció, el reparto en serio no apareció, por lo tanto tampoco las masas. Lógico: si no habían sido convocadas para apoyar lo que apareciera como apoyable, ¿por qué esperarlas en el anónimo y serializado cuarto oscuro? La decisión por el PJ (y “el Néstor” no tenía opción, con su política) terminó de clarificar el panorama: aquel “bonapartismo”, abortado el simbolismo de la pésimamente tramitada 125, estaba definitivamente corrido a la derecha. El bloque K había alcanzado un techo en sus pretensiones “reformistas”. Ese techo estaba de antes –los techos no se fabrican de la noche a la mañana–-, pero en el momento de mayor tensión algunos pensamos (quizás equivocadamente: en todo caso, reivindicamos nuestro derecho a apostar) que, aun manteniendo una completa distancia crítica del bloque K, valía la pena oponerse a lo que se llamó “lo peor”, para ensanchar un poco el espacio en disputa, o los márgenes de maniobra, en rumbo a otra política. No fue así: al contrario, esos márgenes se angostaron.
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Algunas medidas que vinieron después todavía podían ser defendibles en sí mismas, una por una. El problema es, precisamente, el “una por una”. No había, ni podía haber en los límites del tironeo por el único “modelo”, una orientación que dibujara la hipótesis de una transformación integral.
Cuando, durante esta campaña, se dijo que había que señalar “lo que falta”, pero defendiendo “lo que se hizo”, uno podría preguntar: “lo que falta” y “lo que se hizo”... ¿para qué? ¿Para llegar a cuál objetivo? Esto no estuvo nunca realmente en cuestión: no había dos modelos. En esas condiciones, ante la no-alternativa, no es de extrañarse que “lo que falta” siempre se vea más: si no hay un rumbo claramente distinto al del otro bloque, lo que falta es necesariamente demasiado.
Ante el descontento por lo que falta, y en un contexto de crisis generador de nuevas incertidumbres, y sin que se quiera ni se pueda tener una voluntad transformadora a fondo, y sin que se pueda concebir otra cosa que la “re–pejotización” de la política, ante todo eso, gana la derecha disfrazada de “lo nuevo”: es casi una ley de hierro.
La “indiferencia” (también manifiesta en el alto índice de abstención) y la consiguiente despolitización, abona que un candidato efedrino-clownesco pueda estar al mismo tiempo a favor de privatizar todo y de estatizar todo. Son sólo modos de decir, sin materia que les dé sustancia. Cuando lo que se discute son “estilos” de gestión, no hay nada que discutir. Y entonces no se discute, ni siquiera con uno mismo: con el “voto castigo” se beneficia, ahora sí, al que salga más en TV.
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¿Y Pino, y Sabbatella? Está bien, sería necio negar que puedan percibirse como una “bocanada de aire fresco” en medio de la pesadez climática. Pero sería igualmente necio no ver que también ellos recogieron un descontento por “lo que falta” que no en todos los casos y de antemano puede ser definido inequívocamente como una alternativa al “modelo”.
Solanas no podía haber alcanzado semejantes números sin recibir una buena cuota del “centro” y hasta del “centroderecha” vergonzante al que no le daba el cuero para votar a Prat Gay o la Michetti. Que eso decante en un auténtico movimiento emancipador no depende sólo de la buena voluntad de los dirigentes, sino del grado de participación y repolitización que todos, cada uno en su rol, podamos insuflarle a la sociedad.
Si De Narváez recibió votos populares y Solanas de la Recoleta (los ponemos simplemente como ejemplos extremos), eso quiere decir que todos los espacios políticos tienen el problema adentro. Si en los próximos dos años ambos son consecuentes con lo que postulan, ambos perderán una buena parte de sus votos, que no necesariamente irán al otro. O sea: “Es la lucha de clases, estúpido”. Que frecuentemente es muy confusa y contradictoria. Sobre todo cuando, a esta altura, son muy pocos los sectores que saben realmente qué están defendiendo.
Hoy por hoy, pues, la mesa está servidísima para un 2011 decididamente de derecha (es ella la que siempre gana en el desconcierto: otra ley de hierro), aun si se preserva la sacrosanta “gobernabilidad” (lo cual está por verse: otra vez, la “novedad continental” inaugurada hace unos días por Honduras debería importarnos, y mucho).
En la foto de hoy, los mejor colocados para el 2011 son todos de derecha. Pero también esa cuestión está abierta: justamente, son demasiados, y aunque representen más o menos los mismos intereses, en la liza política la interna puede ser sangrienta.
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Finalmente, por supuesto que seguirá teniendo un papel fundamental lo que dio en llamarse la “batalla cultural”. El bloque triunfante la supo dar muy bien. La virulencia de sus ataques al bloque K fue una sobreactuación desmesurada para lo que éste representaba. No fue un error, sino un acierto: consiguió implantar artificialmente –con la complicidad involuntaria del Gobierno, hay que decirlo– la idea de que estas elecciones dividían al país en un antes y un después, y así obligó a muchos a alinearse, casi sin matices, en uno de los dos “campos”.
Ahora, esa batalla deberá también modificar su lógica, aclarar las posiciones, debatir proyectos que realmente apunten a una transformación. No se trata de un combate sólo “cultural” en sentido estricto (es decir, estrecho). La especificidad de eso debe desde ya ser preservada, pero habrá que encontrar la manera de articularlo con los sectores, clases y prácticas sociales cuya repolitización participativa de conjunto (porque no es que no haya habido experiencias de ella en los últimos años) es la única salida del callejón.
Y deberá hacerse por fuera de todos los bloques hoy dominantes, para que el descontento no vuelva a beneficiar a lo peor. La “cultura”, en estas circunstancias, es toda ella política. La situación es difícil, laberíntica, pero hay que afrontarla en todos los terrenos, no solamente el discursivo. Como alguna vez dijo un filósofo argentino: “Cuando la sociedad no sabe qué hacer, la filosofía no sabe qué pensar”.
Sociólogo, ensayista,
profesor de Teoría política y social (UBA)
profesor de Teoría política y social (UBA)
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