En marzo del año pasado los gremios patronales agropecuarios decidieron levantarse contra la decisión del Gobierno de establecer un nuevo sistema de retenciones a las exportaciones de soja, girasol, trigo y maíz. En ese momento, de acuerdo con cifras del Ministerio de Economía, la soja había aumentado su precio internacional en un 73 % en los 12 meses anteriores, el girasol en un 111 %; el maíz, en un 30 % y el trigo, un 92 %.
Debido a las ganancias extraordinarias que, en especial, la soja estaba dando, con la ya famosa resolución 125 el Gobierno intentó moderar un fenómeno que en la Argentina se ha dado en llamar la sojización del campo, o sea, el desplazamiento de otros sectores productivos competitivos para dedicar cada vez más hectáreas a la siembra de soja. El resultado económico previsible era el encarecimiento no sólo de estos productos en el mercado interno, dado su mejor valor en el externo, sino la menor producción en otros sectores como el ganadero y sus derivados, con las consecuencias para el abastecimiento, los precios y la sustentabilidad de estos mismos sectores.
Después de casi un año de intenso conflicto y nuevos ingredientes que han tensado y desviado los argumentos en el conflicto, como la crisis internacional, la baja en los precios de los commodities en el plano mundial y la sequía en el ámbito doméstico, los argumentos de los gremios patronales del agro, e incluso del mismo Gobierno, se han seguido concentrando en el control de los ingresos. O sea, en si el Gobierno tiene derecho o no a regular un sector productivo de la economía nacional, reteniendo parte de esas ganancias para derramarlas hacia otros sectores. El incipiente asomo de un elemento ambiental en los argumentos contra la creciente sojización se olvidaron, olvidando también la debacle ambiental y social que por goteo está esquilmando el campo argentino. Aunque el alud en Tartagal a comienzos de febrero fue un torrente que la recordó dolorosamente.
En medio de las nuevas condiciones de la economía mundial y de la Argentina en particular, el Gobierno ganó un argumento que ya venía esgrimiendo pero que ahora se extendió como una condición sine qua non para lograr el bienestar social de los ciudadanos, esto es, el papel regulador y redistributivo del Estado.
Y en esta gran barahúnda ya netamente política que se ha armado entre las patronales ruralistas y el Gobierno, el gran ausente sigue siendo el ecosistema como escenario social, político y económico.
En 1996, dos científicos, el canadiense William Rees y el suizo Mathis Wackernagel de la School for Community & Regional Planning (Escuela para la Planificación Comunitaria y Regional) de la Universidad de la Columbia Británica en Canadá, desarrollaron un concepto y metodología de cálculo para calcular la capacidad de carga del planeta, o más claramente el impacto de la actividad humana sobre el entorno en el que vive: la Huella Ecológica (HE). Lo que mide este indicador es el área biológica productiva necesaria para sustentar la demanda de recursos y absorber los desperdicios de la población.
Idealmente cada hombre del planeta debe utilizar la productividad de 1,75 hectáreas por año para que la tierra pueda regenerar sus recursos y mantener su sostenibilidad en el tiempo. Esta es la capacidad de carga del planeta, es lo razonable. La tierra tiene una biocapacidad de 11.2 mil millones de hectáreas, pero ya en la actualidad la humanidad está consumiendo el producto de 16.2 mil millones. En promedio, la huella ecológica por persona es de 2,7 hectáreas. Estamos en déficit ecológico y la tendencia aumenta. Quiere esto decir que nos estamos consumiendo la tierra y no sólo sus recursos. Estamos sobregirados con el planeta y ya tenemos una pálida idea de lo que pasa cuando la burbuja de créditos imposibles de pagar, explota.
De acuerdo con el Informe Planeta Vivo 2008 de la organización internacional World Wide Fund For Nature –WWF– con sede en Gland, Suiza, “el Planeta se dirige hacia una crisis del crédito ecológico provocada por el aumento de la demanda de la humanidad sobre el capital natural. Esta demanda ha superado ya en un 30 por ciento la capacidad de abastecimiento de la Tierra”.
Por supuesto la torta no se ha repartido igual. Como es usual los más ricos se quedan con el porcentaje mayor y los más pobres se reparten el resto. De los más de 6 mil millones de habitantes en el planeta, uno de cada cinco vive en países ricos y consumen el 80 % de los recursos.
Los 42 países más ricos superan ampliamente la Huella Ecológica sustentable. Los Emiratos Arabes llevan la delantera, su HE es de 11,9 hectáreas per cápita por año. Un estadounidense utiliza la productividad de 9,4 hectáreas por año; un español consume los recursos de 5,5 hectáreas en el mismo período, un danés necesita 10,3 y un noruego 9,2. Y así la mayoría de los países industrializados o de primer mundo. En América latina, México encabeza la lista, su huella ecológica es de 4,5 hectáreas. Le sigue Chile y en tercer lugar está Argentina con 2,2 hectáreas per cápita.
De acuerdo con el informe de WWF, más de tres cuartas partes de la población mundial vive en países deudores ecológicos. Lo que quiere decir que esos pobladores “mantienen un estilo de vida y crecimiento económico gracias al uso y extracción del capital ecológico de otras zonas del Planeta”.
Como los recursos son limitados, este sobreconsumo es posible sólo a costa de otros, y los otros son generalmente países con abundante riqueza natural o de biodiversidad que debería garantizar la supervivencia de las generaciones futuras, pero subdesarrollados o pobres en sus mecanismos para gestionarlos. De acuerdo con James Leape, director general de WWF: “Si nuestras demandas continúan a este ritmo, para mediados del 2030 necesitaremos el equivalente a dos planetas para poder conservar este nivel”.
Pero, ¿qué tiene que ver el asunto del conflicto agropecuario con las patronales?
La principal causa del déficit ecológico a nivel mundial es la emisión de CO2, pero en América latina es la sobreexplotación de los suelos y la transformación de su uso, la deforestación, la destrucción de bosques primarios y hábitats productivos, la contaminación, la sobrepesca y la pesca destructiva.
Y en la Argentina, la bonanza sojera ha provocado una escalada de estos factores. De acuerdo con investigadores de la Universidad Nacional de Rosario, de 1995 a 2005 la superficie de cultivo de soja creció un 170 %. Si se toma el año de 1977 como referente, la superficie dedicada aumentó 1.122 % y la producción un 1.453 %, llegando en la temporada 2004/2005 a los 14,6 millones de hectáreas.
Y como la producción a gran escala exige grandes capitales, el monocultivo ha desplazado a otros cultivos y actividades productivas, convirtiendo el campo en lo que algunos investigadores llaman un gran desierto verde. No existen corredores biológicos que mantengan el equilibrio de la cadena ecológica en las regiones y desde 1996 se han talado alrededor de 5 millones de hectáreas de bosques autóctonos para sembrar soja. La calidad de los suelos se ha deteriorado por la utilización intensiva de agroquímicos y la falta de rotación.
Pero además se ha creado una “agricultura sin agricultores”. Según el Inta en el Gran Buenos Aires, de cada 10 desempleados, 8 provienen del campo. En la provincia de Santa Fe, por ejemplo, según el censo nacional en el 2002 existían 60 mil peones rurales, en el 2005 ya sólo eran 30 mil.
Gracias a la producción de granos a gran escala, la tierra es ahora sólo una fuente de recursos para las grandes empresas de agronegocios. En un artículo de prensa el investigador Eduardo Spiaggi de la Universidad Nacional de Rosario lo resume así: “La Argentina cuenta con un 90 % de su población en centros urbanos, aunque paradójicamente su principal riqueza nacional es el campo. La soja permite vivir la mayor parte en el pueblo o la ciudad trabajando sólo dos meses en el campo.” “…Es el punto donde no valorás tener un árbol; peor aún, tratás de sacarlo para pasar mejor con las máquinas.”
Las consecuencias en el campo son previsibles, inundaciones o sequías, desaparición de fauna nativa, desplazamiento de comunidades enteras y graves problemas de salud pública para las que quedan. Y en los grandes centros urbanos, pozos de marginalidad y miseria más que pobreza, restos de un sistema mezquino de concentración de la riqueza.
En el mismo sentido Ángel Strapazzón, del Movimiento Campesino de Santiago del Esterio –
MoCaSE– Vía Campesina, una de las organizaciones que representan a los verdaderos pequeños campesinos y trabajadores rurales, luego de su participación en el pasado Foro Social Mundial en Brasil, se pronunció sobre el tema ante la prensa y pidió que se discutiera con “argumentos técnicos, científicos, sociales”, y frente a la posición de los integrantes de las Mesa de Enlace, dijo: “Hay que ser positivistas, hay que ser pragmáticos. Con esa pedantería respondo con el mismo argumento. Se preguntó y pregunta, ¿cuánta riqueza generó, cuánta pobreza, cuántos pobres más hay, cuántos ricos más hay con la soja. Hubo más trabajo, hubo menos trabajo rural ¿Cuánto laburo genera la soja? Una persona por 500 hectáreas ¿Cuánto laburo generan 500 hectáreas de nuestro predio? Hasta 34 puestos de laburo”, aclaró.
“¿Por qué no vendemos carne y leche para nuestro país barato y caro para ellos? Ganamos todos, que ganen más plata pero que produzcan menos, que laburen más, que arriesguen más, claro que producir miel es más riesgo que soja, poner una planta procesadora de leche es más riesgo que la ‘sojita’, porque claro, la soja la tienen toda servidita. No laburan. Desde una oficina tienen muy bien pagadito a uno o dos ingenieros agrónomos”, concluyó Strapazzón.
Por eso las ganancias extras y la entrada de divisas no puede ser los únicos motivos para regular un sector que no sólo sobreexplota los campos, sino que además juega el juego del primer mundo, sosteniendo el consumo de unos pocos sobre los recursos de todos.
Si los gremios rurales sólo se rigen por las leyes del mercado y no miden las consecuencias sociales de sus negocios, le corresponde al Estado regular su producción, para que haya un mínimo de equidad en el reparto y de paso, nos quede aunque sea una pequeña área productiva que consumir a los trabajadores y demás habitantes, ya no del planeta, sino de este país de desiguales.
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