El bautismo, salvo (no tan) raras excepciones –y, en un pasado lejano, por extremas e inquisidoras presiones–, no es un acto voluntario o consciente. Parafraseando a Cortázar, podría decirse que los bautizados son hinocentes hangelitos (esa perversa hache inicial, para el autor de Rayuela, tenía que ver con la falsa pureza que otorgaba y aún sigue otorgando el lugar común) que nunca decidieron ser puestos en el pecaminoso lugar de ser salvados con una cruz de agua dibujada en la frente, pero que se la pusieron y entonces los pusieron ahí. Así nomás y para siempre, tal vez. Lugar simbólico de sometimiento, incluso marca política de la culpa sobre el propio imaginarse y, más recóndito aún, sobre el propio y ajeno cuerpo del deseo. Pero también no-lugar si aquel que ha sido sometido no lo reconoce (si se resiste a reconocerlo).
Esto viene a cuento de una movida reciente que (valga la redundancia) promueve la apostasía. En otras palabras, lo que se propone es renunciar al bautismo. Se puede encontrar ese camino a la liberación en la página web (Dios ha creado todo, hasta las páginas web, podría decir Benedicto y también el honesto cura de tu barrio) http://www.apostasiacolectiva.org/. La propuesta, en una primera mirada, se muestra interesante; tal vez contestataria, incluso rebelde, movilizadora, (¡ay!) revolucionaria: renunciemos a la Iglesia (la mayúscula es deliberada), digámosle basta, digámosle que nosotros ya no. Que yo estaba ahí (aunque no estuviera), pero que ahora me voy.
La propuesta misma esconde un fracaso que es reconocimiento interno y externo, aceptación. Es, en sí misma, una derrota: la de otorgar una entidad superior a otro (una institución con la que no se está de acuerdo y a la que se puede ignorar o combatir) para seguir sosteniéndole la categoría de Otro que en lugar de adversario, rival u organización ideológicamente diferente termina siendo –al reconocerla en el pedido de apostasía– Algo o Alguien a quien debe pedírsele autorización. Incluso para irse. No hay que perder de vista la formulación misma de la movida: se trata de presentar una solicitud de apostasía. De pedir permiso para renunciar. El sólo hecho de pedir permiso reconoce Autoridad.
Hay, es verdad, dos categorías (entre otras) de sujetos en esta situación. Y sus realidades son bien diferentes, aunque no tanto, porque la tradición es poderosa. Podrá haber –y de hecho los hay– católicos indignados por el episodio negacionista de Williamson (apenas la punta del iceberg de lo que esconde la Iglesia), por la personalidad y la política no inocentemente paleontológica de Ratzinger, por el silencio institucional sobre el genocida con sotana Von Wernich o sobre el abusador (también encubierto por paños negros) Grassi. Difícilmente alguno de estos católicos indignados que se reconocen bautizados –y no quieren dejar el campo donde se identifican para la comodidad ontológica del aquí y ahora, y también, y sobre todo, para el supuesto más allá– renuncie al bautismo, se proponga la apostasía como rebelión. En última instancia, algunos pensarán que se trata de pelearla desde adentro o de esperar a que se haga la voluntad de Dios. O de la indiferencia. Porque, se sabe, los caminos del Señor son inescrutables (y la indiferencia y su hermana, la fatalidad, que han permitido tantas cosas, también). Michel Foucault diría que se trata de la historia (y la lógica) interna de una práctica social. De eso, de algo que ha conseguido, en el devenir político del tiempo, llamarse Iglesia. De erigirse en sí, como si pudiera ser más allá de una intencionada operación simbólica sobre lo real de parte de la humanidad. Esto es: una poderosa y arbitraria imposición.
Se trata de otra cosa. Si la primera firma rubricada en la página de la apostasía web es la de León Ferrari –búsquenla, la encontrarán a primera vista, y aquí no hace falta explicar quién es Ferrari ni su posición frente a esa cosa institucional– la Iglesia ha ganado (volviendo a Foucault: con la perversa inclusión e indispensable utilización de los márgenes) ese combate de la renuncia, incluso (y precisamente, valga la repetición) al ser negada por quien la sigue reconociendo.
Renunciar al bautismo (eso es la apostasía) puede ser un acto valioso si se lo piensa desde lo individual. Pero cuando se organiza en páginas web y se plantea como rebelión –es decir, cuando se la propone como acto político– cabe preguntarse si no es sólo un acto vano de negación o una coartada para tranquilizar la conciencia. Cuando –la realidad es así, qué le vamos a hacer– hay cosas mucho más efectivas y eficaces. Por ejemplo, cortarle el chorro a esa institución bien terrestre y local (como cualquier otra: un partido político, un sindicato, una corporación, siguen las firmas) que encubre a genocidas y abusadores, y sostiene –reinventa cada día– un falso dispositivo celestial para operar en la política terrenal.
La Iglesia Católica cobra del Estado (de los impuestos de todos los argentinos, piensen lo que piensen, crean en lo que crean) millones de pesos para sostenerse. Para pagar sueldos de obispos, financiar colegios que hablan de un dios y vaya uno a saber qué otras cosas más.
Proponer la propia apostasía es reconocer que financiar a esa organización está bien, aunque uno (cada uno de los que se la proponen) ya no pertenezca a la Iglesia –si le dan permiso para renunciar–. Porque aún después de la renuncia se la seguirá reconociendo y financiando.
Tal vez convenga pensar si en lugar de pelear por una inútil (por innecesaria) apostasía individual no es mejor exigirle colectivamente al Estado – es decir, por definición, el administrador de los bienes comunes–, que deje de financiar a esa institución (una más entre otras) que a muchos les ha sido impuesta con sólo una pretendidamente imborrable cruz de agua en la frente, y a la que nunca han reconocido, ni quieren (pero tampoco muchos piensan en eso) reconocer. Pero que sigue funcionando, orondamente eficaz, con el dinero de todos los argentinos. Es decir: el tuyo, el mío, el de él, el de todos.
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