Ricardo Forster
Cada época marca su propio horizonte de sentido, responde, con sus propias herramientas y prejuicios, a las demandas de una realidad que, eso sí parece ser una constante histórica, escasas veces parece ofrecer una oportunidad para la calma y la serenidad; y, como no podía ser de otro modo, la nuestra, ésta que nos atraviesa de lado a lado, se muestra como particularmente intensa y desafiante, como un ámbito en el que pocas de las cosas que parecían firmes e intocables permanecen estables.
A nuestro alrededor se cae el orden económico mundial mientras por estas geografías la mayoría de los medios de comunicación hacen de cuenta que nada significativo ocurre más allá de nuestras fronteras. Nuestras penurias son propias, intransferibles y deben ser puestas en el debe de un gobierno que, según estos mismos formadores de opinión pública, no sabe cómo salir del atolladero en el que se encuentra.
Si no resultase alarmante el modo como se construye el sentido, si no fuese apenas testimonio de cierto giro canallesco de algunos medios o la expresión de un ombliguismo asfixiante en su autorreferencialidad, pareciera que ante la mayor crisis del capitalismo después de la acontecida en los años 30 no cabe otra cosa que achacarle toda la responsabilidad al gobierno o, peor todavía, aprovechar la coyuntura para reproducir exponencialmente una lógica de la catástrofe que intenta volverse profecía autocumplida.
Diversas formas del delirio se despliegan en el interior de nuestra corporación mediática hasta alcanzar, eso es lo grave, las playas de la “opinión pública”, que se sube gustosa a esta nueva nave de los locos que, a diferencia de aquellas otras que navegaban los ríos europeos durante el renacimiento, es presentada como la voz de la racionalidad y del sentido común. Nada más extraño y extraordinario que esta sutil capacidad de los lenguajes mediáticos por transformar en creíble un relato que va desenrollando una historia delirante, aquella que permite siempre ver la realidad como si fuera otra cosa.
Nada más perverso que aquellos lenguajes mediáticos que van horadando al sentido común hasta transformarlo en una máquina de histerismos varios asociados, todos, a una anticipación del fin del mundo. Esto es lo que está ocurriendo mientras el planeta sigue perplejo y casi paralizado ante la continuidad de una crisis recesiva que amenaza con redefinir enteramente la marcha de la historia de ahora en más. Y nosotros, lectores atentos de nuestros sesudos medios de comunicación, vivimos la crisis desde una extraña retórica que siempre nos recuerda que habitamos el país de la catástrofe, en especial cuando desde sus mandos democráticamente elegidos se suele optar por alguna vía algo desviada o ajena a los intereses de los poderes económicos concentrados.
¿Cómo decir o escribir desde esos medios que forjan lo que ellos mismos denominan opinión pública, que la crisis económica mundial es el resultado de las políticas neoliberales implementadas en las últimas décadas con absoluta impunidad? ¿Cómo aceptar que los lenguajes hegemónicos, aquellos que desde las usinas del poder económico dominaron discrecionalmente la escena durante años y años, son cómplices de la hecatombe contemporánea, que ellos han contribuido con sus ideas y sus influencias a minar las bases de sustentación de una economía puesta a disposición exclusivamente de los intereses financieros y especulativos? ¿Cómo hacer para desplegar una cartografía de la crisis mundial sin indagar, en ningún momento, por la ideología que sustentó el modelo que hoy ha entrado en disolución? ¿Cómo, finalmente, divagar sobre los males gubernamentales en el mismo instante en que se disuelven las responsabilidades de esos mismos medios que alimentaron durante décadas el rumbo de un capitalismo salvaje y depredador que asoló nuestra sociedad?
Leer ciertos periódicos o mirar algunos programas televisivos conducidos por aquellos mismos que desde siempre han ocupado el centro de las pantallas diseñando los modos del decir hegemónico y dominante, constituye, por estos días calientes y de zozobras, una suerte de experiencia surrealista, algo inimaginable que, sin embargo, nos sigue mostrando de qué modo algunos hacen como el avestruz mientras el fundamento de sus discursos se desfonda bajo sus pies. ¿Quién le pide cuentas a aquellos que ampararon discursiva y comunicacionalmente la marcha del país hacia una catástrofe anunciada y que, todavía hoy, siguen insistiendo con sus retóricas ejemplificadoras vestidas con las supuestas galas de un republicanismo siempre a la orden de los poderosos? Si algo posibilita esta fenomenal crisis del capitalismo mundial y ya no sólo periférico es, precisamente, la insospechada oportunidad de correr los velos, de horadar los dispositivos de encubrimiento que transformaron intereses particulares en verdades reveladas, eternas y naturales. Hoy, podemos decirlo así, estamos en condiciones de arrojar por la borda los desechos ideologizados de una visión económico-política que desplegó su dominio a lo largo de las últimas décadas volviendo más desigual e injusto el mundo en el que vivimos.
Pero la mayor resistencia a esta oportunidad desmitificadora se encuentra abroquelada en la corporación mediática, en esos lenguajes que han sabido penetrar hasta el tuétano a gran parte de la sociedad convirtiendo su ideología en sentido común.
Allí, entre las rotativas y las cámaras, entre los pliegues del comentario del notero de turno que le da un giro más espectacular y efectista a la noticia, entre el mecanismo sutil de un montaje que selecciona cómo, qué y cuándo mostrar ciertas imágenes, entre ese flujo continuo, equivalente al del agua que todos los días usamos para la vida, y que se desparrama en los pasadizos más íntimos de las conciencias, se encuentra el núcleo del problema, el eje de un giro indispensable que supone asumir hoy, aquí, entre nosotros, la gravedad inusitada de aquello que algunos han denominado “la batalla cultural”, en una época en la que los lenguajes, su modo de relatar los acontecimientos y de definir la marcha del mundo constituyen el núcleo de la querella, el centro neurálgico de una disputa que atraviesa de lado a lado los destinos de la nación.
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