Un hombre es siempre muchas cosas. En el caso de Hugo Chávez, beisbolista aficionado, lector voraz aunque de gustos dispersos, militar habituado a ver el mundo en términos de táctica y estrategia, cristiano cada vez más convencido, showman, self-made man, cantor y pintor aficionado...
Podría haber sido, también, un héroe. En la tarde del 11 de abril del 2002 las fuerzas armadas rodeaban el Palacio de Miraflores, luego de que una manifestación antichavista liderada por empleados de Pdvsa se desviara hacia la sede presidencial y se enfrentara a un grupo de partidarios del presidente, con choques entre policías y militares y francotiradores que dejaron dos docenas de muertos de ambos bandos. Con un sector de los militares cercándolo, las comunicaciones con los más leales interrumpidas y un panorama internacional confuso –Estados Unidos y España apoyaban el golpe, la Argentina de Duhalde se oponía, Brasil aguardaba–, Chávez decidió no combatir. Todavía no sabía que sus funcionarios le jurarían lealtad, todavía los canales privados de televisión no transmitían dibujos animados para ocultar a los miles y miles de chavistas que bajaban de las laderas caraqueñas para respaldarlo, y todavía, decisivamente, no era consciente de que una parte importante de las fuerzas armadas, sobre todo de la Marina y el Ejército, se negaban a sumarse a la asonada.
En este contexto confuso, Chávez ordenó a su guardia personal no enfrentar a los militares sublevados y se entregó sin disparar un solo tiro. Al hacerlo, Chávez actuaba racionalmente, midiendo relaciones de fuerza, calculando probabilidades y recurriendo a la enorme astucia de no dejar nada por escrito: se rindió, por supuesto, pero se negó a firmar la renuncia formal que los golpistas nunca pudieron exhibir en público, en uno de esos gestos aparentemente menores pero que revelan la intuitiva sagacidad del verdadero político. Porque renunciando sin combatir, Chávez hacía algo más que evitar el destino trágico de Allende, que se pegó un tiro con la ametralladora obsequiada por los cubanos cuando las tropas de Pinochet entraban a La Moneda. En aquel momento, en una decisión que a la larga se revelaría acertada, Chávez sí renunció a algo: renunció al destino de héroe para ser, desde ahí y hasta el final de sus días, un político.
(Lo interesante es que el consejero definitivo de esa decisión, según el mismo Chávez contaría después, era, él sí, un héroe: Fidel Castro, al teléfono desde La Habana, le sugería que no se inmolara, que se entregara mientras pudiera porque, intuía bien, todavía había chances de un retorno al poder. En una de esas vueltas interesantes que a veces nos trae la historia, el héroe le aconsejaba a Chávez que actuara como un político)
De entre todos los ángulos posibles para analizar a Chávez, elijo entonces éste: Chávez podrá haber sido un buen o un mal presidente, pero no fue un héroe ni un tirano. Por eso, aunque la tan de moda comparación con Fidel resulte tentadora, también puede ser engañosa: a diferencia del cubano, un exponente de la Guerra Fría que lideró la epopeya de una revolución triunfante a 90 millas de La Florida, Chávez fue un político del siglo XXI que llegó al poder por los votos y se mantuvo ahí 14 años gracias al apoyo popular evidenciado en una seguidilla de 13 elecciones impecablemente ganadas.
Y fue también el primer gran líder de la etapa posneoliberal de América latina. Asumió la presidencia en 1999, en plena hegemonía del Consenso de Washington, y comenzó a explorar un camino por el que luego avanzarían otros países. No por una especial clarividencia, o al menos no sólo por eso, sino porque el estallido económico, la crisis social y el derrumbe del sistema de partidos (las marcas de fábrica de la transición pos neoliberal) que en Argentina se produjeron en 2001, en Bolivia en 2003/2004 y en Ecuador en 2004/2005, en Venezuela sucedieron en 1989, cuando el Caracazo cambió para siempre el paisaje de un país que, en la tibieza de una socialdemocracia autocomplaciente, se había creído a salvo de traumas sociales y golpes de Estado.
Desde su llegada al poder y la asombrosa puesta en escena de su primer juramento (“juro por esta moribunda Constitución”, dijo para dejar bien clara su intención de reformarla), Chávez maniobró hábilmente –siempre midiendo, calculando, sopesando– hasta alcanzar, en sus últimos años, un ambicioso proyecto de reforma política, social y en menor medida también económica.
Detengámonos un momento en el balance. Desde el punto de vista social, el saldo es positivo: prácticamente todos los indicadores mejoraron, se los mida como se los mida, en los 14 años de chavismo. Desde el punto de vista económico, en cambio, el balance es más matizado: Chávez no logró romper la monodependencia de un país que sigue exportando básicamente un solo producto –petróleo– a básicamente un solo destino –Estados Unidos–, aunque es lícito preguntarse si alguien podría haberlo hecho con un barril que se obstina en ubicarse por encina de los 100 dólares. Como sea, Venezuela ha registrado un crecimiento desparejo, acumula preocupantes tensiones macroeconómicas (alta inflación, déficit fiscal, un mercado cambiario caótico) y sigue descansando en una estructura productiva más parecida a la de Nigeria o Arabia Saudita que a la de Argentina o Brasil. Desde el punto de vista político, el saldo del chavismo es un formato institucional difícil de definir pero muy novedoso, una especie de hiperdemocracia plebiscitaria en la que la evidente legitimidad del líder convive con no menos evidentes esfuerzos por debilitar el componente republicano –y en menor medida el liberal– propio de cualquier sistema democrático. En concreto: Venezuela es el único país latinoamericano –a excepción de Cuba– que no contempla límites al ejercicio permanente del poder por la misma persona, y al mismo tiempo celebra periódicamente elecciones limpias en las que, cuando el líder pierde, como sucedió en el referéndum del 2007, reconoce su derrota.
Y por último, desde el punto de vista de las relaciones internacionales, Chávez fue el principal impulsor de una integración latinoamericana concebida como una articulación solidaria entre iguales, que no cayó en el típico esquema centro-periferia que caracterizó a las relaciones con Gran Bretaña, Estados Unidos e incluso, por momentos, Brasil, pero que a la vez encontró enormes dificultades para cristalizar en acuerdos concretos y duraderos. Una integración presidencial que aún no ha coagulado en procesos institucionalizados a la altura de sus intenciones (no tenemos ni Banco del Sur ni moneda única ni aduanas armonizadas ni un Parlamento), pero que de todos modos supone un desafío a Estados Unidos. Pero un desafío contenido, administrado. Sucede que, pese a su prédica antiimperialista, Chávez evitó jugar con los dos temas más sensibles en la estrategia exterior de Washington (cooperó siempre en materia de lucha contra el narcotráfico y no mantuvo con las FARC más contactos que los necesarios para resguardar sus fronteras, como por otra parte también hace Brasil), en el contexto de una relación comercial estable y mutuamente beneficiosa (la única vez que Chávez dejó de enviar petróleo al imperio fue –paradojas de la historia– cuando la oposición conservadora paralizó Pdvsa).
Resulta difícil, en medio de la avalancha de análisis y tras 14 años en el poder, ensayar un balance del chavismo. Lo central, creo, es evitar que las necesarias miradas panorámicas oculten los matices y las contracciones de un régimen que podrá ser de trazo grueso, pero al que el trazo grueso no alcanza para describir. Y que además –aunque apenas se reconoce– fue mutando en el tiempo, de la fascinación inicial con la tercera vía al socialismo del siglo XXI, por motivos totalmente comprensibles: a diferencia de Evo Morales y Lula y al igual que Rafael Correa, Chávez llegó al poder sin un partido, un movimiento social o una confederación sindical que lo respaldara, y quiso emprender cambios profundos basándose sobre todo en su voluntad y su carisma. Y ahí se encontró con la paradoja –otra más– de intentar implantar el socialismo, aun el del siglo XXI, en una sociedad amansada en una cultura económica rentista, con una estética que no es la única, por supuesto –porque Venezuela también es cuna de escritores y pintores geniales–, pero sí la dominante, de nuevo rico a lo Catherine Fulop; una revolución en el país que consume más whisky escocés per cápita del mundo (aunque no produce ni una gota y aunque sí fabrica un ron excelente), donde se venden más Hammers (a 80 mil dólares cada una) que en Estados Unidos y cuya capital se ha ido convirtiendo en la ciudad más insegura de Sudamérica (¡más que Río!), a pesar de que los índices de desigualad han mejorado (en una de esas contradicciones que ponen en crisis las verdades de los sociólogos, Caracas es una ciudad más igualitaria pero más peligrosa).
Volvamos al principio. Como el resto de los presidentes del giro a la izquierda latinoamericano, Chávez supo combinar gobernabilidad económica con estabilidad política e inclusión social, trípode en el que descansa la legitimidad de esta nueva camada de líderes. Fue, de todos ellos, el que llevó más lejos su vocación transformadora, aunque las reformas no siempre hayan funcionado y aunque muchas de ellas tengan pies de barro. Manteniéndose dentro de las amplias fronteras de la democracia y el capitalismo, Chávez tuvo la vocación de los grandes políticos que quieren estirar la cuerda al máximo, y en el camino chocó, una y otra vez, con la realidad de un país que lo quiso tanto como lo odió. Sin caer en disquisiciones de hegelianismo para aficionados acerca del Hombre y la Historia, si el sujeto o la estructura, digamos por último que Chávez fue la expresión más potente de un proceso que lo trasciende, histórica y geográficamente. Sus límites fueron los de Venezuela y los de las revoluciones impuestas desde arriba.
Director de Le Monde diplomatique
Edición Cono Sur
No hay comentarios:
Publicar un comentario