La DEA los puso en la mira. Con el dólar se compran casas, con el dólar se ahorra, con el dólar se viaja. Sin el maldito dólar no se puede hacer nada. Y algunos sectores de las clases media y alta sufren de su abstinencia como un cocainómano en bajón. Algo de eso tuvo el cacerolazo. Síndrome de abstinencia. La desesperación del adicto que no puede consumir, el drogón al que le sacaron el caramelo y arremete contra las paredes, trata de asesinar al enfermero, odia a los médicos que lo atienden y a los padres que lo internaron.
Seguramente fue más complejo, seguramente intervinieron muchísimos factores, pero cuando el Gobierno cerró la canilla del dólar gatilló un mecanismo asesino en esos sectores. Cada una de las medidas, desde los trámites con la AFIP por computadora que después rechazan los bancos, hasta el 15 por ciento de aumento a la tarjeta alimentó al asesino serial, al monstruo solitario que anida en la zona oscura del cerebro de un ser humano argentino, dizque civilizado.
La clase media kirchnerista o que no es antikirchnerista pudo elaborar esa abstinencia, sublimarla con un razonamiento político que va más allá de la bronca inmediata, una mirada que le permite ver por encima de las fronteras una crisis mucho peor que la falta del dólar.
En cambio para la clase media antikirchnerista, que había quedado aturdida después de las elecciones, la sequía de dólares operó como catalizador del pataleo, sumó y potenció toda la bronca. Es un estado de ánimo que reclama por los dólares, contra “los planes descansar” (la Asignación Universal por Hijo), y contra el pago de impuestos. Pero no menciona estos puntos. Prefiere hablar de la “korrupción”, de la falta de libertad o “diktadura”, del rechazo a la reforma de la Constitución, a la re-reelección.
Los reclamos que mencionan son los que se pueden discutir, pero no son los que encienden la llama del odio. El polvorín está en los temas que no mencionan y, sobre todo, o por lo menos el más extendido, el maldito dólar. O se lo menciona detrás de eufemismos como la falta de libertades (para comprar dólares) y algunas otras que equiparan mágicamente a la Argentina con Cuba y Venezuela.
Nadie se hace cargo del embole que produce en general a los sectores medios esa adicción. Más de un kirchnerista se tragó una puteada cuando viajó al Uruguay y lo estafaron con el cambio. O cuando alguna de esas medidas lo sorprendió en medio de una transacción inmobiliaria que se frustró o se encareció.
Esa es una discusión: la forma de cortar una adicción surgida en años de devaluaciones y corralitos que había convertido a la Argentina en el país con más dólares per cápita después de Estados Unidos. Y, al mismo tiempo, hacer ese corte en el marco de una inflación importante.
El peligro de esa adicción en un país con inflación son las corridas cambiarias. Y el peligro es más grande aun cuando esas corridas muchas veces son provocadas por grandes empresas exportadoras para obligar a una devaluación drástica del peso. Y más peligroso aún es si esa corrida se produce en el contexto de una crisis mundial. Con ese marco, una devaluación forzada hubiera podido llegar a provocar una crisis peor que la híper de Alfonsín.
El contexto previo al cierre de la canilla era el de miles de millones de dólares girados al exterior o llevados al colchón. Un clima intoxicado con versiones de corralitos y devaluaciones que no ocurrieron. Los mismos empleados bancarios aconsejaban retirar los depósitos. Si esa corrida no paraba, la economía difícilmente sobreviviera. O sea: los sectores de clase media que están rabiosos porque tienen pesos pero no pueden comprar dólares, ahora no tendrían esos pesos para comprarlos. La canilla de los dólares se cerró para proteger a una economía que hizo prósperos a los mismos que reaccionan furiosamente contra esas medidas.
La furia fue llamativa. El odio dio vergüenza ajena. La bronca por el dólar estaba subyacente y con mucha fuerza, pero no alcanza para explicar todo. El odio forma parte innata, constituye la amalgama de una cultura donde la supuesta superioridad social, económica o cultural, otorga licencia para matar. Es algo que tiene raíces históricas en la Argentina donde la supuesta ilustración siempre apareció enfrentada al progresismo real de las masas. O por lo menos así fue presentado por historiadores que falsearon alineamientos o ignoraron a los intelectuales que no respetaron esa regla elitista.
En la búsqueda de posibles explicaciones a tanto odio apareció una frase de Arturo Jauretche navegando por las redes: “Conquistar derechos provoca alegría, mientras perder privilegios provoca rencor”. Jauretche fue un sociólogo autodidacta, probablemente uno de los que hicieron aportes más ricos sobre la idiosincrasia de los argentinos y constituye un ejemplo de los que han sido ninguneados por las academias.
Es difícil entender el odio y más difícil aún es entender su naturalización o su minimización por parte de columnistas e intelectuales de la oposición. Fueron pocos los que tuvieron el reflejo o la valentía de señalarlo. Algunos incluso llegaron a tratar de ocultarlo. El canal TN de Clarín fijó sus cámaras desde el principio hasta el final sobre la marcha de los caceroleros, pero le quitó el sonido y no hizo entrevistas a los manifestantes. Unos días después, en un programa de ese canal se presentó un panel con supuestos caceroleros espontáneos donde todo estaba guionado. Ninguno se superpuso, como si se hubieran distribuido previamente los temas. Los periodistas disfrazaron todavía más la mentira acusando de “oficialistas” a los demás canales que difundieron entrevistas de caceroleros histéricos. Si les da vergüenza ser partícipes y beneficiarios de ese odio, más les valdría reflexionar sobre esa cuestión, en vez de operar para ocultarlo.
En los últimos treinta años hubo manifestaciones opositoras contra todos los gobiernos. En el caso de Menem, marchaban familiares de víctimas de la dictadura cuyos asesinos habían sido indultados por su gobierno y decenas de miles de desocupados que habían perdido sus trabajos por sus políticas. Tenían muchos más motivos para el odio que estos caceroleros, pero nunca en esas manifestaciones se escucharon expresiones criminales como las que se manifestaron en el cacerolazo. Nunca se le deseó la muerte a Menem ni a su familia y lo mismo con De la Rúa. Fue repugnante escuchar esas consignas y fue repugnante ver cómo algunos periodistas que se jactan de civilizados se callaron y se hicieron cómplices de esos actos miserables de exaltación de la muerte. El mismo grupo social y la misma cultura que festejaba el cáncer de Evita sesenta años atrás. A la Presidenta no se le perdona un chiste mínimo, pero a ese grupo social le está permitido convertir en consigna política la muerte del otro.
Esa fue una expresión del odio. Porque otra de las explicaciones del odio es el tono de los grandes medios encrespados por la pérdida de privilegios que implica la Ley de Servicios Audiovisuales. Se puede hacer mucha teoría sobre el tema. Y a eso se dedica la periodista Mariana Moyano. La bajeza expresada en la forma revanchista con que informaron sobre un robo en su domicilio termina por confirmar, si alguien todavía tenía dudas, que la propiedad de los medios no puede estar concentrada ni monopolizada, que es necesario que haya diversidad y educación.
La mayoría de los grandes medios festejaron que le haya sucedido esa desgracia a una periodista que cuestionaba la manera en que los medios operaban sobre el tema de la inseguridad. Pero lo más rastrero fue que en varios de los noticieros se divulgaba la dirección de esa periodista, como si estuvieran convocando a que se repitieran los hechos. Igual de rastrero fue que inventaran que entre los pocos objetos robados hubiera dólares. Una “periodista K” con dólares constituye algo muy regocijante, aunque sea mentira.
La ruta del odio lleva a los enfrentamientos violentos. Es algo que ya se vivió y se sufrió. Es un camino más que peligroso. Si la oposición no critica estas expresiones –y las justifica como en otras épocas–, estará repitiendo los mismos errores del pasado.
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