Era un ejercicio de pedagogía gorila. ¿Su sentido? Brutal y simple: estamos dispuestos a todo; quien nos resista debe saber que no sólo tendrá que matarnos, sino que nuestro cadáver será el de la sociedad existente.
Es decir, defender el gobierno peronista suponía –desde esa lectura militarmente condicionada– saltar el cerco. El mensaje fue perfectamente asimilado. Nadie (en las filas del oficialismo, salvo quizás John William Cooke), se propuso ir tan lejos.
Cinco días antes del bombardeo, la oposición política había marchado unificada bajo las banderas vaticanas, movilización de Corpus Christi, dando así cobertura política al atentado. El bombardeo enfureció a los sectores populares (quienes identificaron sin vacilar al responsable político, la Iglesia Católica) y las consecuencias no se hicieron esperar, el 17 de junio una docena de iglesias y el edificio de la Curia Eclesiástica de la capital fueron incendiados. El pato de la boda fue la biblioteca: 80 mil volúmenes ardieron alegremente, mientras los manifestantes entonaban cantos furibundamente anticlericales.
En Sobre héroes y tumbas, Ernesto Sabato pintará – años más tarde, con la paleta del espanto gorila– el nivel de violencia que ese conflicto contenía. La divisoria de aguas era tajante: de un lado el movimiento obrero, sin su jefatura burocrática; del otro, una fracción militar; en el medio, el grueso de las Fuerzas Armadas. Los demás escuchaban la radio y leían los diarios.
Todo el juego de la reacción pasó por ensanchar la fracción golpista y neutralizar a los oficiales legalistas e indecisos. Conviene no equivocarse, en términos militares el cuadro favorecía ampliamente al general Perón, eso sí, la conciliación no tenía cabida. Perón podía aislar a la Marina, contaba con el Ejército y la Aeronáutica, pero debía aplastar a los responsables del levantamiento. Sobre todo, cuando las víctimas civiles carecían de toda justificación militar. El bombardeo masivo se hizo minutos después de la captura y rendición del responsable de la intentona. Si el vicealmirante Toranzo Calderón hubiera sido fusilado, lo que no presentaba ninguna dificultad jurídica, la respuesta hubiera sido clara. Como tal cosa no sucedió, y el 15 de julio el presidente anunció que “la revolución había terminado”, los conspiradores entendieron: Perón no se proponía derrotarlos militarmente, sólo intentaba librar las diferencias –como siempre había hecho– en terreno parlamentario; en el preciso momento en que la oposición había cambiado de estrategia. ¿El motivo? No creía poder ganar las siguientes elecciones, más allá de cuál fuera el candidato del oficialismo. Mayoría y peronismo eran todavía una misma cuestión.
EL TIEMPO Y LA ESTRATEGIA. La conspiración militar en curso no estaba unificada. En los hechos no lo estaría jamás. Sin embargo, los conspiradores nuclearon 3.000 comandos civiles, y los defensores del gobierno no. Unos usaron el tiempo en armarse para combatir, mientras Perón intentaba aplacar los ánimos; como parte de esa política renunció a la presidencia de su propio partido. El asombro no fue pequeño. No se trató, como sostuvo Jorge Abelardo Ramos en Revolución y contrarrevolución en la Argentina, de una medida “antiburocrática, sino de un grave error de apreciación. La renuncia del General equivalía a desconocer que era el jefe de una fracción. En lugar de asumir el conflicto intentaba ubicarse por “encima” de las fuerzas en pugna, como presidente de todos los argentinos. El equilibrio que años anteriores le había permitido hacerlo estaba definitivamente roto. La Marina lo había roto, y no admitía vuelta atrás. Es cierto que los nuevos dirigentes partidarios eran mejores que los antiguos, que sólo actuaban nominalmente en un aparato puramente administrativo, pero se trataba de un fenómeno secundario. Aunque Cooke asumió la dirección del partido en la Capital, no podía llamar a la movilización general, porque si lo hacía enfrentaba abiertamente la conducción de Perón. Y el cambio de dirección partidaria sólo tendría el sentido que Ramos le atribuyó, si hubiera estado en condiciones de organizar la resistencia activa al golpe.
Para que una conducción alternativa fuera posible, la Confederación General del Trabajo debería haber estado en otras manos, y el partido peronista se habría tenido que parecer más al laborismo del ’46. Un partido basado en los sindicatos, con una conducción capaz de reproducir el 17 de octubre del 1945 podía defenderse; no era esa la situación.
Por eso, oscuramente, el desorden y la inorganicidad de la conspiración gorila de septiembre, nunca preocupó a los partidos del derrocamiento. Era un lujo que se podían costear, dado que Perón permitió a los opositores usar la radio y exponer sus puntos de vista. Arturo Frondizi replicó sin vacilar: la UCR rechaza la pacificación, salvo que el gobierno pasara a otras manos. La renuncia de Perón era entonces la propuesta implícita. Simple, alcanzar los objetivos del golpe sin darlo. Los trabajadores, en las fábricas, comenzaron a temer y callar. La patronal registraba, a diario, el cambio en las relaciones de fuerza. Entonces, Perón intenta su maniobra final: aterrorizar verbalmente a sus antagonistas.
El 31 de agosto ofrece su “retiro”. La CGT responde en el acto con una concentración, para que el General revea la medida. Dieciocho horas más tarde, Perón apareció en el histórico balcón de la Casa Rosada para rugir: “Y cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de ellos”. La amenaza era terrible, pero no podía producir el efecto deseado: evitar la lucha, ya que los golpistas estaban dispuestos a la guerra civil, y el general no organizó ninguna respuesta armada.
En los tres meses que mediaron entre el atentado terrorista de la Marina y la insurrección militar de Córdoba, utilizó 75 días en retroceder, pacificación mediante; recién el 31 de agosto convocó al famoso “cinco por uno”, y después de haberlo lanzado no dio cauce organizativo a semejante violencia verbal. El presidente seguía confiando en el Ejército, y esa confianza prueba que su registro del cambio político resultaba inadecuado. Entonces, el general Eduardo Lonardi se insurreccionó en Córdoba, solo, el 16 de septiembre. La tesis política de Lonardi era sencilla: bastaba con abrir un foco de dos o tres días para que los leales defeccionaran. Perón sólo podía sobrevivir si el contraataque resultaba fulminante. En tal caso el golpe tendría un tercer capítulo, y aunque los golpistas fueran derrotados, el gobierno estaba muerto.
El primer peronismo había estallado.
Debemos admitir que ese correcto oficial católico, sin demasiadas luces, en esta oportunidad tuvo razón. Eso sí, su victoria no sería todavía la de la Libertadora. Sería preciso que el general Pedro Eugenio Aramburu lo derrocara, para que el nuevo curso resultara históricamente definitivo.
16/09/11
Nacimiento del segundo peronismo
La posibilidad de derrotar electoralmente al primer peronismo no formaba parte de las expectativas del arco opositor en 1955. Mayoría electoral y peronismo todavía eran una misma cosa. Las elecciones presidenciales de 1958 remitían a una sola pregunta: ¿quién sería el candidato del oficialismo? Ninguna de las respuestas posibles –un dirigente tradicional como el almirante Alberto Teisaire o un cuadro iconoclasta como John William Cooke– tranquilizaban al bloque de clases dominantes. De modo que el recambio electoral estaba cerrado.
Ese no era, por cierto, el único inconveniente. El debate de la cuestión petrolera mostró que no se trataba de un problema político sencillo. El gobierno había negociado un acuerdo con una de las siete hermanas, la Standard Oil de la familia Rockefeller, con un objetivo: evitar la importación de petróleo, y compensar así la merma de divisas duras aportadas por las exportaciones agrarias.
El Parlamento se dividió dejando en minoría al gobierno. La Unión Cívica Radical, capitaneada por Arturo Frondizi, acusó de entreguista al oficialismo. Y el propio Cooke, desde su semanario De Frente, impulsó una eficaz campaña contra el acuerdo. Conviene recordar que la reforma constitucional impedía la enajenación del subsuelo, por tanto, se requería de una ley del Congreso y no de un simple decreto presidencial para poner en marcha ese acuerdo. Los precios internacionales de los granos, por su parte, al finalizar la Guerra de Corea, volvieron a caer; y la necesidad de reequipamiento industrial se hacía sentir. Entonces, la inyección de dólares para sostener el programa de sustitución de importaciones requería –desde la perspectiva del gobierno y de la oposición– del decisivo aporte de la renta petrolera.
Ese no era, por cierto, el único debate. Una sociedad cuyos valores compartidos seguían siendo idénticos a los defendidos por la Iglesia católica de anteguerra debía ponerse a tono con su tiempo: el mundo exprimentaba una creciente laicización, y en medio de la revolución sexual y el rock and roll, los valores tradicionales enfrentaban una crisis inocultable. La misma Iglesia no había podido evitar el viraje hacia el liberalismo político, lo que no era poca novedad tras su alineación con las potencias del Eje y, por tanto, había lanzado su propio programa político de masas anticomunistas: la Democracia Cristiana.
A fines de 1954, el peronismo organizó la Unión de Estudiantes Secundarios (UES). En Córdoba la juventud católica, particularmente pía (y decididamente gorila), se lanzó provocativamente a integrar jóvenes en abierto desafío al gobierno, tras prohibirles a los propios sumarse a la UES. No era una decisión menor del Arzobispado.
El general Perón respondió con una batalla en regla. Promovió una ley de divorcio, al tiempo que propuso separar la Iglesia del Estado, es decir, modificar el fondo y la forma de la Constitución, cosa que no hizo en 1949. La manutención del clero dejaba de ser una cuestión de Estado, al tiempo que separaba a los capellanes del cuadro de oficiales. Al tomar estas medidas casi en seco, sin un adecuado debate público previo, al enfrentar la movilización opositora mediante métodos burocráticos policiales, enajenó una fracción militar cooptada por el conservatismo religioso. Ese puente facilitó el paso de oficiales hacia la oposición política, y fue la jerarquía católica, a través de la línea de capellanes militares, el instrumento eficaz.
El 16 de junio de 1955, el vicealmirante Toranzo Calderón se insurreccionó sin obtener el respaldo de su fuerza. Sería teóricamente reprimido por nada menos que el contralmirante Isaac Rojas. Toranzo Calderón era el jefe adecuado para dirigir un atentado terrorista, pero no para encabezar la Marina. No se trataba de un marino típico, sino de un ex oficial del Ejército incorporado con la creación de la Infantería de Marina. En otras palabras: Rojas lo eligió para atentar contra la vida del presidente de la República (ese era el objetivo explícito del bombardeo), que era un oficial superior del Ejército. Cinco días antes, toda la oposición marchaba bajo las banderas vaticanas durante la conmemoración de Corpus Christi.
Repasemos los hechos. El 16 de junio a las 10:30 horas, Toranzo Calderón inicia el ataque. ¿Cómo entender un suceso tan cruel? ¿Podría leerse así: “Hemos elegido como enemigo al presidente para matarlo. Quien se ubique en el terreno del enemigo será tratado como si fuera Perón. Para vencernos será preciso matarnos, y quien nos mate no solo deja atrás nuestras chaquetillas ensangrentadas, sino los despojos de la sociedad burguesa. Hablamos en serio, por eso nuestra proclama no es un texto sino el bombardeo de la Plaza de Mayo”.
¿Como respondió el Poder Ejecutivo? La participación de la CGT en la defensa del gobierno no existió. Héctor Di Pietro, secretario general adjunto, puso todo su empeño en que así fuera. Sin embargo, la furia popular estableció la relación entre Plaza de Mayo y la Iglesia católica incendiando esa misma noche una docena de templos. Una multitud que todavía se siente victoriosa escucha al presidente. Perón dice en tan dramática oportunidad: “Nosotros no estamos predicando la lucha, ni la guerra; estamos predicando la paz. No queremos matar a nadie, no queremos perjudicar a nadie”.
El presidente intentó avanzar con su propuesta pacificadora renunciando a la presidencia del PJ. Asimismo, el gobierno autorizó al jefe de la UCR a pronunciarse por radio y televisión. Frondizi produjo una pieza que se puede sintetizar así: el radicalismo rechaza la pacificación. ¿El motivo? La pacificación no podía ser la defensa del gobierno legal, porque la UCR no era capaz de ganar las próximas elecciones. Entonces, si Perón no renunciaba, el golpe estaba expedito.
Antes el gobierno había lanzado el último intento serio de negociación con la Iglesia católica: prorrogar por 180 días la convocatoria de elecciones constituyentes. La jerarquía eclesiástica se ocupó de llevar a largas las tratativas secretas para facilitar el pase del cuadro de oficiales católicos al golpe.
Al presidente Perón no se le escapó el nuevo escenario político. Ni la Iglesia, ni el radicalismo habían aceptado la pacificación, de modo que sólo quedaba el enfrentamiento. El 31 de agosto envió una nota a la dirección del Partido Justicialista y a la CGT ofreciendo su “retiro”. La oposición se desconcertó: ¿Perón renunciaba? Desde el balcón, como en sus mejores días, el general rugió: “Y por cada uno de nosotros que caiga, caerán cinco de ellos”. La amenaza era terrible, pero al no articular ningún dispositivo para llevarla a cabo era sólo una fórmula vacía.
El 7 de septiembre todo quedó brutalmente claro. La CGT ofreció sus 6 millones de afiliados al general Franklin Lucero, quien se apresuró públicamente a rechazar la oferta. La víctima de la martingala no era el estado mayor del Ejército, sino los trabajadores de a pie. En verdad, la carta brava de Perón era simple, creía que sus camaradas lo iban a sostener, ya que el cuerpo de oficiales era mayoritariamente legalista. De modo que la hazaña del general Eduardo Lonardi resultó épica, o el desmoronamiento del gobierno fue casi independiente de las escaramuzas que victoriosamente libró el decidido oficial.
Comencemos la crónica esencial. Lonardi cruza el portón de la Escuela de Artillería cordobesa. El jefe de la guarnición no era un insurrecto, su segundo no militaba en las filas de los golpistas, aun así Lonardi lo capturó en la cama (el coronel Turconi dormía) y logró neutralizarlo. Ese es su primer triunfo: Turconi aceptó que un oficial sin tropas deviniera uno con tropas marginándose de la lucha. El coronel no fue rebelde, tampoco fue leal, bastó que facilitara la entrega de la guarnición. Un oficial decidido hubiera podido abortar el juego y los insurrectos hubieran alcanzado la primera plana de los diarios, pero la indecisión de Turconi no obedece tan sólo a características personales, es una indefinición sistémica.
Es posible sostener: Lonardi tuvo suerte, puesto que un coronel particularmente débil se enfrentó con un general particularmente fuerte; pero cuando se comprueba la repetición de la misma operación queda al desnudo la labilidad de esa línea explicativa.
El general Lonardi expresa la perspectiva del bloque de clases dominantes y tantea los caminos para adueñarse de un ejército que no controla desde los tiempos de Justo. Y el coronel Turconi, un burócrata armado que reconocía en la voz del general la legitimidad del amo, dudó… Bastaba.
Ese general tenía sobrados motivos para luchar y vencer; este coronel, muy pocos para arriesgar su vida y su lugar en la institución. No se trató, en consecuencia, de una suerte genérica, ni de problemas de personalidad, sino de la relación entre el cuadro de oficiales y el gobierno, entre los militares y el general Perón. Nadie está dispuesto a morir en defensa de la legalidad, si cree que la nación está por encima de la legalidad. Y esa era la perspectiva política del cuadro de oficiales y del propio Perón. Por eso venció Lonardi en el primer round.
El segundo se inició el 13 de noviembre, a menos de 60 días del levantamiento, cuando el general Pedro Eugenio Aramburu ocupó el lugar de Lonardi, y el jefe de la hazaña épica fue desplazado sin lucha por un militar mucho mas parecido al coronel Turconi que al general Lonardi. Aramburu fue incapaz de levantar con su presencia Curuzú Cuatiá; en última instancia no hizo falta. Dicho con rigor, todo el mecanismo mediante el cual Lonardi fue conquistando la mayoría militar no requirió de ninguna batalla decisiva, bastaron una serie de escaramuzas que permitieron que el pequeño núcleo inicial se expandiera como una mancha de aceite. En realidad, no estamos analizando una insurrección, sino un gigantesco ejercicio de propaganda armada. El objeto del ejercicio es simple: remplazar, evitar una batalla decisiva. Pero la victoria propagandística de Lonardi abonó la victoria política de Aramburu. Es decir, Lonardi vence al ejército rehecho por Perón desde 1946; Aramburu toma ese ejército vencido y transforma su derrota en programa político para una nueva fuerza armada.
Ese nuevo ejército muestra su orientación definitiva pocos meses más tarde, el 9 de junio de 1956, en los basurales de José León Suárez, primero, y fusilando al general Valle, que se entrega confiando en la palabra de sus camaradas, después. En Azul y Blanco, Marcelo Sánchez Sorondo supo señalar en ese acto un corte trágico en la historia nacional. El segundo peronismo, fundado en la derrota de 1955, acababa de nacer.
16/09/10
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