Un año atrás, uno se peleaba hasta en el quirófano con el cirujano que lo estaba por operar. En la Capital nadie podía decir que era kirchnerista o que este Gobierno no era tan nefasto. Hasta el encargado del garaje se mimetizaba con los patrones y discutía como si fuera dueño de varias hectáreas en la Pampa Húmeda. Parecía que el que no odiaba o no despreciaba al Gobierno y a sus seguidores y simpatizantes también se merecía la misma miradita despectiva. “Son peores que la dictadura”, decían algunos y parecía lo más normal del mundo. En el gimnasio, kirchnerismo era mala palabra; en el country, pecado mortal, y en la reunión de consorcio mejor ni hablar. Pero ayer y anteayer, la Plaza y el trayecto de la caravana fúnebre que llevaba el ataúd del ex presidente Néstor Kirchner estaba a reventar de clase media. Había de todo, también obreros y villeros y muchísimos jóvenes, pero también mucha clase media, que es la que vive más cerca del centro de la ciudad, y la mayoría de los que estaban habían llegado por sus propios medios.
Esas personas salieron de abajo de las baldosas, cambiaron el escenario. Seguramente no son las mismas que expresaban y expresan tanto odio y superioridad, amparadas en el discurso hegemónico de los grandes medios. Los que estuvieron despidiendo al ex presidente tuvieron que aguantar todo este tiempo ese discurso tan agraviante y descalificador. Se lo aguantaron sin abrir la boca porque seguramente creían que eran ellos solos los que pensaban así. Ellos contra una inmensa mayoría, era una sensación permanentemente confirmada por la voz uniforme y corporativa de casi todos los opinadores políticos, los zocaleros y los informativos de los grandes medios. Entre todos forman una sola voz que supuestamente habla en nombre de todos pero que deja, por lo menos, a medio país afuera. Una sola voz hegemónica que excluye a grandes sectores de la sociedad.
Hubo políticas económicas de exclusión, que enviaron a grandes sectores de la clase trabajadora y de las capas medias a las villas miseria. Y también hay discursos periodísticos excluyentes que mandaron a la clandestinidad a una cultura política que no tuvo expresión en los grandes medios y que, en contraste, nunca fue menos que primera minoría. Es decir, eran porciones gigantescas de la sociedad enviadas a las catacumbas.
Un golpe tan tremendo como la muerte de Kirchner puso eso en evidencia. A mucha de esa gente ya no le importó que la identifique el vecino del consorcio, o que la cacatúa que pasea el perro a la mañana la mire de reojo. Fueron a la Plaza y de golpe se dieron cuenta de que eran muchos los que pensaban como ellos. Los periodistas de los grandes medios saben ahora que no les hablan a esos millones de personas, que las dejan afuera. Ya no se pueden hacer los democráticos inocentes, como tanto les gusta.
No es tan raro que, cuando se les preguntaba, algunas de las personas que lloraban a moco tendido dijeran que no habían votado a Kirchner o que no eran kirchneristas. Una aclaración típica de la vergüenza de medio pelo que se actúa para los medios. Suena ridículo, pero es muy probable que esas personas sí hayan votado al kirchnerismo y tuvieran vergüenza de reconocerlo ante el gran inquisidor antikirchnerista: los canales de televisión. O en todo caso estaban reconociendo que no lo habían votado, presionados por esa fuerza mediática. Nadie llora así o se aguanta a pie firme ocho horas de cola por cualquiera. El impacto de la pérdida de Kirchner despierta al que estaba dormido, no al que estaba despierto y en contra.
Fueron miles y miles en la Plaza de Mayo, cientos de miles que se renovaron constantemente durante el día y medio que la capilla ardiente estuvo en la Casa de Gobierno. Pero más allá de la cantidad, lo más sorprendente fue la composición en cuanto a edades y pertenencias culturales.
Nunca antes fue tan notable la presencia masiva de los jóvenes y adolescentes. Ellos fueron la gran mayoría en ese acto de homenaje al ex presidente fallecido. De alguna manera ese político de mocasines, corbata y traje cruzado gris, que no era un gran orador, los sensibilizó con la política. Es algo que todavía nadie incorporó a la lista de méritos de Kirchner. Y es posible que haya sido uno de los más importantes. Fue increíble: los pibes gritaron todo, lloraron todo, expresaron una admiración desafiante por Kirchner. Reclamaron protagonismo, pidieron cancha. Algunos estaban encuadrados, pero la mayoría no, y expresaban con claridad el impulso de involucrarse y comprometerse, como si estuvieran marcando el punto de inflexión del fenómeno inverso. Los adultos y los siempre criticados setentistas nos corrimos.
Los setentistas son presentados siempre como los eternos políticamente incorrectos (en el mejor de los casos). Ya no son tantos en las marchas pero había una conexión entre ellos, el ex presidente fallecido y los pibes: la pasión. La conexión está en la pasión por una política con sentido social y transformador. Y no sólo como una actividad técnica o profesional como ha sido planteada desde lo políticamente correcto. En todo caso, los jóvenes se ven atraídos por Evita y el Che y ellos son su marca generacional. Los llevan en las remeras, en sus banderas o en sus tatuajes. Estaban allí para rendir homenaje a Kirchner, pero convocados quizá por intereses diferentes. Algunos venían interesados por los derechos humanos, otros encolumnados con la juventud sindical, otros sueltos y algunos con distintos grupos peronistas y de izquierda. Pero las marcas generacionales son más o menos las mismas, incluyendo a la juventud sindical.
También había grandes grupos de los sindicatos, desde UPCN hasta el Smata, la UOM y camioneros. En este caso eran grupos de adultos con el folklore más tradicional del acto peronista, con Perón en el centro del santoral, descamisados, sudorosos y gritones, el verdadero icono demonizado por los medios y el gorilismo y endiosado por el peronismo tradicional. Sobre todo en la Plaza, y no tanto en la fila para entrar, había numerosos grupos de sindicatos.
Y después había banderas de algunos de los grupos de izquierda, como el Partido Socialista y el Partido Comunista, y de los movimientos sociales que surgieron en los ’90, el Evita, la Tupac, la FTV, el MUP, el Frente Transversal y otros.
Pese a la heterogeneidad, no había notas discordantes en ese conglomerado. Y lo heterogéneo no era tan llamativo como la naturalidad de sus coincidencias y la convivencia bastante pacífica y bastante armónica. En otros momentos, esa heterogeneidad hubiera explotado, pero Evita, el Che y los derechos humanos generan una identidad superior que no tapa las identidades más particulares. Incluso Perón resuena en ese colectivo.
Hay una base cultural plebeya y peronista en términos muy genéricos, galvanizada por la fuerte marca de las nuevas generaciones. Los rasgos más distintivos provienen de ellas y las referencias históricas tienen un peso simbólico diferente al de épocas anteriores. Sobre esa base se va generando una nueva identidad política que no tapa a las anteriores, pero que es más representativa de una época.
Sería ilógico pensar que todas esas personas que asistieron a los funerales de Kirchner después no se sientan contenidos por esa identidad, el kirchnerismo, a la que ellos también aportaron. Esa identidad empieza a surgir, asentada en culturas políticas previas, pero como un fenómeno actual, escrito muy sobre la marcha, que se visualiza como las antiguas escrituras de limón, cuando algo las lleva a la superficie. En este caso, el catalizador fue la muerte de Néstor Kirchner. Esa heterogeneidad se vio en otros actos del kirchnerismo, pero sin cristalizar. La marginación que le aplicó el sistema mediático la terminó de coagular, aunque todavía le falte para terminar de cohesionarse.
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