“Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”, la premisa de El Gatopardo, la novela de Giuseppe Lampedusa, surge al observar la reacción de los gobiernos centrales ante la crisis económica global y las salidas que se presuponen a través de cumbres como la del Grupo de los 20.
A poco más de un mes del segundo encuentro de este foro multilateral, los países aglutinados en el G8, epicentros de la crisis, se desgajan ideando planes que le pongan un freno al derrumbe, en tanto que reclaman “salidas coordinadas” y “soluciones internacionales para problemas internacionales”. Una forma de socializar las responsabilidades de esta debacle y a la vez emitir un claro mensaje para que a nadie se le ocurra sacar los pies del plato y ensaye en esta crisis alguna salida con tufillos de autonomía.
Los días 1 y 2 de abril, en Londres, será el segundo encuentro del G20 que intentará profundizar los acuerdos mínimos sellados en la primera reunión celebrada en Washington, en noviembre del año pasado y con George W. Bush en plena cuenta regresiva. En aquella ocasión se planteó la necesidad de reformar el sistema financiero –hasta se habló de crear un nuevo Bretton Woods– y se lanzó un mensaje contra el proteccionismo y a favor de la liberalización de los mercados. Lo cierto es que entre aquella cumbre y la que está por venir, el mundo –sobre todo el Primer Mundo– está siendo testigo de quiebra de emporios multinacionales, derrumbes cotidianos de las bolsas de valores y de millones de despidos y para peor ningún plan de rescate ofrece soluciones a corto plazo. Frente a este desolador panorama, cabe preguntarse si lo que está en crisis es sólo el sistema financiero mundial o realmente el propio sistema en su totalidad y cuál de los dos se pretende reformular. Al hacer un repaso de las declaraciones y posicionamientos de los últimos actores frente a esta crisis, la disyuntiva planteada empieza a despejarse.
Si alguna enseñanza está dejando esta crisis, es que ya nadie se anima a defender el paradigma neoliberal que dominó los ’90. Mucho más por espanto que por amor, hasta los más ortodoxos claman por que el Estado intervenga y saque a la economía de este marasmo. Con brutal honestidad, el gurú Nouriel Roubini –quien adelantó un año antes el estallido de la burbuja inmobiliaria y la llegada de la crisis– confesó esta semana en su blog que “como economistas del libre mercado que enseñan en una escuela de negocios en el corazón del capital financiero mundial, nos sentimos blasfemos proponiendo que el gobierno tome el control de los bancos”. En la misma sintonía se expresó el viceministro del Tesoro británico y uno de los hombres clave de la nueva ingeniera financiera que se pretende poner en marcha desde el G-20, Stephen Thims, cuando estuvo de visita esta semana en la Argentina y se reunió con el ministro de Economía, Carlos Fernández. “El problema de reputación del FMI es un tema realmente serio y necesitamos medidas concretas para que la reunión del G-20 tenga éxito”.
Justamente las medias concretas parecen ser el meollo de la cuestión. El anfitrión de la cumbre de abril, el primer ministro británico Gordon Brown, advirtió esta semana que “tenemos que persuadir al resto de Europa, a América y al mundo para que tomen medidas similares a las nuestras”. Pero si bien la crisis por ser global golpea a todos, no lo hace en todos los casos con la misma intensidad ni por el mismo lugar ¿Por qué tendrían que tomar medidas “similares” y “coordinadas” países con enormes déficits fiscales como la propia Gran Bretaña, Estados Unidos y varios de la eurozona y otros que, por ejemplo los latinoamericanos y los del sudeste asiático, que aun pueden mostrar orgullosos balances superavitarios?
Más a allá de sus flamantes condenas a las recetas noventistas, a los miembros del G-8 (Estados Unidos, Japón, Alemania, Reino Unido, Francia, Italia y Canadá) lo que les interesa por sobre todas las cosas es que se liberalicen los mercados y que nadie intente políticas proteccionistas.
Claro que la desconfianza está a la orden del día y quien lo dejó en claro fue el primer ministro Silvio Berlusconi, quien con su habitual e inoportuna verborragia (vale recordar solamente su triste mención de esta semana a los vuelos de la muerte de la última dictadura militar) a la salida del encuentro que mantuvo con Gordon Brown señaló que los países del G-8 “compartimos valores, visión del Estado y de la democracia, en cambio los del G-20 tienen otra doctrina”.
Interesante puede llegar a ser la posibilidad de plantear “otra doctrina” en la reunión que se llevará a cabo el próximo 2 de marzo en Oporto entre todos los ministros de economía de Iberoamérica. En este grupo hay cuatro integrantes del G-20 (Brasil, México, Argentina y España) y una de las sesiones de debate estará centrada en cómo debe aplicarse la intervención pública contra la crisis en estos países, que de acuerdo con sus realidades puede ser diferente a la de los G-8.
En lo que resta para el encuentro de Londres podrá observarse si existe alguna tensión o si el lineamiento detrás de los planteos del G-8 será la política dominante. Por lo pronto, nadie plantea modificar el aumento de la concentración de la riqueza o el dumping social. Ambos fenómenos son efectos directos de esta crisis. Ante esa realidad, la frase inicial de Lampedusa recobra valor.
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