Una tragedia terrible como la de la Estación Once, igual que la de Cromañón en su momento, generaliza una situación de desasosiego en la sociedad. Es la impotencia de una pregunta sin respuesta, de historia trunca o de casa vacía. Son situaciones excepcionales en las que un sector vasto de la sociedad, no toda, está profundamente sensibilizado, dolido, más allá de lo que suelen generar las noticias que se leen, se escuchan o se ven todos los días en la televisión. Es una carga que se transmite apenas se toca el tema y que hace que cada quien lo viva en algún lugar como algo personal, con una cercanía casi íntima ante la constancia de la ferocidad de la muerte.
Otras comunidades no reaccionan así. En algunas metrópolis las reacciones comunitarias pueden ser más superficiales y efímeras y algunos sectores ni siquiera se percatan de que haya sucedido algo. Una sociedad que puede reaccionar con la sensibilidad que se expresa en Argentina tiene un plus de ciudadanía en su entretejido social. Hubo situaciones donde no fue así, como durante la represión en la dictadura o con los ex combatientes de Malvinas tras la derrota. Situaciones que quedaron pendientes con un baldón de culpa que sólo pudo borrarse años más tarde. Quizás esas dos situaciones, ominosas, maduraron estas cicatrices solidarias, esta sensibilidad abierta ante otras tragedias colectivas.
Podrá decirse al mismo tiempo que el dolor, la impotencia y la rabia requieren los tiempos del duelo y que no son los mejores consejeros para salir a buscar culpables. Pero nadie puede manejar esos tiempos. Lo único que se puede hacer es tratar de que no se nuble la razón y no dejarse usar.
Pocos minutos después de la tragedia se produjeron situaciones patéticas en la estación y sus alrededores, desde abogados que rondaban la zona como cuervos para tratar de conseguir clientes entre las víctimas, hasta un grupo que empezó a agredir a los periodistas y los policías porque como el servicio de trenes estaba suspendido por el accidente, ellos no podían regresar a sus casas. Los cuervos de saco y corbata y los violentos se mezclaban con cientos de víctimas todavía aturdidas apoyadas en las paredes, con las miradas perdidas, recostadas en los escalones o deambulando. Los cuervos y los violentos expresan otra forma de sentir la desgracia colectiva. No les importa nada, solamente lo que los afecta a ellos, o simplemente tratan de sacar provecho.
Es una sociedad puesta en una situación de tensión extrema por una tragedia de la que la mayoría se entera por los medios de comunicación. Son situaciones donde los medios pesan más, donde la televisión tiene más rating y los diarios venden más ejemplares. Son momentos en que el público, conmocionado, se entrega al comunicador, lo busca, quiere escuchar las palabras que él mismo diría para que se multipliquen y sentir que de esa manera alivia su impotencia. Estos momentos, donde los medios conjugan todas las miradas y los corazones, son quizás cuando su importancia se hace tan visible ante la sociedad.
Uno se pregunta cómo se ven los medios en ese tumulto que va desde la tristeza o la indignación solidaria hasta el interés mezquino del cuervo que busca clientes en medio de la tragedia y que solamente tiene como objetivo el dinero que pueda sacar. La tentación por equipararlos con los cuervos es grande, pero sería también injusto. Porque la realidad es que se mezclan muchas cosas. Y en una cobertura hay de todo. Desde las buenas intenciones, hasta los intereses económicos y las simpatías políticas. Lo importante es saber que en esa mezcla están esos intereses que sobrevuelan las imágenes del horror y los comentarios.
Los mismos intereses que tenían antes de los hechos se vuelcan en la crónica de los hechos. La tragedia no suspende nada y menos los intereses afectados. Por el contrario, en esas situaciones son cuando más pueden aprovechar la situación privilegiada que les otorga la sociedad para forzar el límite de la información y llevarla a donde les interesa. No hace falta investigación ni peritaje porque el culpable siempre será el mismo ya sea si hay sequía, terremoto o choque de trenes. No hay novedad en esa noticia de los grandes medios.
En ese clima de emociones destempladas y de intereses creados, el gobierno nacional debe tomar decisiones. Aunque en situaciones particulares se dice que siempre es razonable dejar pasar el tiempo del duelo, lo real es que los tiempos políticos son diferentes. Más allá de los clamores, algunos bienintencionados y otros no tanto, el Gobierno necesita encontrar el hilo de la madeja y empezar a destejer. Es un marco difícil por el clima, por el protagonismo de los grandes medios que son sus enemigos declarados y por las presiones políticas. Pero también es difícil porque la problemática de los ferrocarriles siempre fue compleja.
Cada opción, desde la menos activa que es dejar las cosas como están, plantea situaciones problemáticas. En ese caso, los problemas son la lluvia de subsidios que pese a su volumen no se traducen en el mejoramiento del servicio; el alto nivel de accidentes que están teniendo los ferrocarriles, pero en especial, el ex Sarmiento, y la escasa inversión empresaria. Dejar todo como hasta ahora es eso: mantener todos los problemas hasta la próxima protesta de los usuarios o hasta el próximo accidente fatal.
Anular la concesión por incumplimiento requiere encontrar otro concesionario o desarrollar un plan de ferrocarriles públicos que implicaría también grandes inversiones que difícilmente se podrían hacer, por lo menos en un año en el que se puede sentir el coletazo de la crisis europea. Sin embargo es una opción que necesita mucha planificación pero que no se puede descartar.
Este es un camino que se tiene que decidir más allá del accidente. Pero hay decisiones que sí están determinadas por la tragedia. El Gobierno se incorporó a la causa como parte de la querella para “defender el interés público” como es su función, lo que levantó las protestas airadas de los abogados de accidentes porque de esa manera tienen un bolsillo menos de donde sacar plata. Pero también hubo quienes desde la política afirmaron que el Estado no puede ser parte de las víctimas porque es “socio” de la empresa “victimaria”.
Es una forma interesada de forzar el rol del Estado de “concesionario” a “socio” de la actividad. De todos modos, el Estado puso condiciones de política y de calidad con respecto a la concesión. Si la investigación confirma que esas condiciones no fueron cumplidas, habría una responsabilidad ineludible no solamente de la empresa, sino también de los organismos de control que debían garantizar que se cumplieran esas condiciones.
No se trata de buscar chivos expiatorios ni venganzas o linchamientos ni oportunismos políticos. Seguramente habrá delimitación de responsabilidades que se desprendan de la investigación. A partir de ese punto solamente quedará tomar las medidas correspondientes ante la sociedad y ante la justicia. Pero todas estas definiciones tienen que empezar a tomar cuerpo, tanto las que plantean una estrategia a largo plazo en materia de transporte público como las que están condicionadas por el accidente fatal de Once. Y en ese punto ya no importan las campañas interesadas u oportunistas a las que finalmente les interesan tanto las víctimas como a los cuervos de los accidentes. El foco tiene que estar puesto en el interés público.
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