Que José Pedraza, secretario general de los ferroviarios, esté preso, y que Gerónimo Venegas, secretario general de los peones de campo, no lo esté, plantea una pregunta: ¿por que Pedraza sí, y Venegas no?
La primera respuesta puede ser simple: Venegas no sólo dirige el UATRE, además es el secretario general de las 62 Organizaciones, y Pedraza disfruta de las prebendas del desguace ferroviario, un negoción que no otorga singular poder político. Con un añadido, en las esposas puestas por orden judicial en las manos de Venegas, los demás dirigentes sindicales vieron las de cada uno; en las de Pedraza, un hecho de sangre –la muerte de un joven militante del Partido Obrero– construye la divisoria de aguas. Venegas les resulta discursivamente defendible, Pedraza ya no.
Pero un asunto más importante debiera quitarle el sueño a la dirección política del peronismo: ese orden sindical resulta compatible con este orden político. El tema remite a prejuicios históricos consolidados. Dos bloques, de distinto peso específico, quedan materializados. Para uno, los sindicalistas peronistas son la encarnación corrupta de una aspiración demagógica: vivir bien trabajando muy poco. Para el otro, la mera crítica a esa dirección supone un ataque al movimiento obrero organizado. ¿Los argumentos? Para el primer bloque, el peronismo supuso la ruptura de la disciplina laboral, la patronal perdió el control sobre el proceso productivo y se trataba de restablecerlo. Para el otro, las virtudes del sindicalismo quedan patentizadas por la naturaleza de sus enemigos.
Entre estas dos simplificaciones navega el movimiento real, que a lo largo de cuatro décadas cambió de opinión sobre el valor de los sindicatos. Antes de 1975, su prestigio era inequívoco. A comienzos de los ’70, el surgimiento de una nueva profesión, las modelos publicitarias, supuso la construcción de otro sindicato: la Asociación de Modelos Argentinas; y un cambio no pequeño: las docentes que habían rechazado su condición de trabajadoras aceptaron finalmente ingresar a la CGT. No era poco.
El derrumbe del prestigio de la militancia a manos de la dictadura burguesa terrorista, acompañado por el comportamiento cómplice de parte significativa de la dirigencia sindical, alimentó otro viraje. Al odio gorila tradicional, anterior al ’76, se sumó el rechazo contestatario.
El ’76 supuso una derrota histórica para los trabajadores; derrota que pagó con miles de militantes muertos y un giro copernicano: del plan económico de Pinedo, y sus variantes, al de José Alfredo Martínez de Hoz, y las suyas. Una sistemática regresión impulsada por el bloque de clases dominantes.
La democracia parlamentaria, con Raúl Alfonsín, impulsó los sueldos un 35%. A partir de 1984 comenzaron a reducirse inflacionariamente, y 13 paros generales no evitaron su derrumbe histórico. Del ’83 al ’89, la participación asalariada se mantuvo en el peor escenario posible: reducción del salario, acompañada de la caída de la productividad del trabajo. En 1989, el salario real representaba apenas el 62% del de 1970, o sea la mitad del cobrado en 1974.
Juan M. Graña y Damián Kennedy, investigadores del CONICET, sostienen que la “estabilización nominal lograda por la Convertibilidad produce una leve recuperación del poder adquisitivo del salario, revertida por el crecimiento de la desocupación, la precarización laboral y el estancamiento económico”.
El movimiento obrero organizado se fragmentó, incapaz de resistir la avalancha neoconservadora del menemismo que había apoyado a lo Pedraza y resistido a lo Moyano. Había lugar, en consecuencia, para recortar el poder adquisitivo, y con la explosión de la convertibilidad la devaluación devoró “las remuneraciones reales más de un 30%, entre 2001 y 2003, marcando un nuevo mínimo histórico”, sostienen Graña y Kennedy. Así, en 2003, el salario real superaba apenas la mitad del de 1970, y equivalía al 40% del de 1974. Todo el proceso de crecimiento actual –25%, como promedio estadístico, para esta investigación– apenas llegó en 2006 (último dato confiable para esa investigación) a retrotraer la caída de diciembre de 2001.
Mirando el proceso de punta a punta (1970 – 2006) surge que detrás del deterioro de la participación asalariada, se encuentra el esperable incremento de productividad no transferido a salario, pero también la reducción lisa y llana del costo laboral: la productividad creció 17%, el costo laboral cayó un 10%.
Este es el balance numérico que integra el pasivo sindical. En estas condiciones, los viejos sobrevivientes de las 62 Organizaciones –núcleo histórico del peronismo posterior al ’55– llegaron a un punto sin retorno. Cuando se produce el conflicto con la Mesa de Enlace –con motivo de las retenciones móviles impulsadas por la resolución 125– Venegas, secretario general del UATRE –gremio que nuclea a los trabajadores rurales– no sólo no se pronunció en defensa de los intereses de los trabajadores, sino que se plegó a las posturas de la Sociedad Rural. Con un añadido: Venegas es, además, secretario general de las 62 Organizaciones.
De modo que, ante el primer conflicto de envergadura entre el gobierno K y los dueños de la tierra, el referente político de los trabajadores peronistas saltó el cerco. Una mirada atenta a los nombres de los 30 dirigentes que integran la directiva de las 62 permite extraer 7 altamente significativos: Juan José Zanola (preso), Jorge Viviani, Luis Barrionuevo, Armando Cavalieri, Hugo Moyano, José Rodríguez y Amadeo Genta. A nadie se le escapa que en el único lugar donde estos dirigentes pueden estar juntos es donde no hay que decidir nada, o en un geriátrico, ya que se trata de hombres que técnicamente debieran estar jubilados y no encabezando sindicatos.
Eso no es todo. Barrionuevo milita con los enemigos del gobierno, Moyano es el principal respaldo sindical de Cristina Fernández. Algo queda claro: las 62 Organizaciones dejaron de ser un instrumento político, sin que otro lo haya remplazado. Los trabajadores no hacen política, sino como ciudadanos, en el cuarto oscuro. Y ese es el punto: la dirección sindical apalanca políticamente sus negocios particulares, y como los trabajadores no hacen política, sus “dirigentes” tienen absoluta libertad de maniobra. No son los empleados de Comercio los que deciden la alineación política de su sindicato, es Cavalieri según su leal saber y entender, esto es, sus propias conveniencias disfrazadas de política.
En esas condiciones, las luchas reivindicativas buscan y encuentran distintos cauces de expresión. Cauces que no necesariamente remiten a la “ideología” de sus dirigentes, sino a su aptitud para defender intereses circunscriptos. El peronismo perdió el monopolio del movimiento obrero, los trabajadores, cuando eligen dirigentes, esperan resultados, y si responsabilizan a los dirigentes por no obtenerlos, no tienen más remedio que volver a elegir.
Dicho al galope. Este orden sindical hace ruido en un orden político que exige conducciones crecientemente democráticas. Y en ese punto, conviene no equivocarse: los militantes de base del movimiento obrero, más allá de su adscripción ideológica personal, cuando enfrentan camarillas enquistadas de gerontes sindicales, son objetivamente aliados de la renovación política.
Un análisis desde la "troskósfera":
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DP