La celebración del Bicentenario ha sido objeto, en algunos medios, de una comparación con la del primer centenario, transformándola casi en un debate político-ideológico. En verdad, lo es y hace falta explicarlo comenzando por el principio.
Se dice que en 1910 la economía argentina estaba entre las primeras del mundo por su producto per cápita, y que actualmente, en el 2010, retrocedió a un lugar poco significativo. La hipótesis de fondo es simple: después de aquella época dorada, con la intervención del Estado en la economía, la industrialización y el populismo se produjo un proceso casi irreversible de declinación económica y social que llega hasta nuestros días.
En verdad, la Argentina del Centenario, no era simplemente el país de las mieses y las vacas, como lo celebraron Lugones o Darío. Estaba basado en una peculiar dotación de factores propios y ajenos: grandes recursos agrícolas, capitales externos y amplias masas de población inmigrante. Pero se sustentaba en una estructura socioeconómica donde la propiedad de las mejores tierras del país estaban en pocas manos (el censo de 1914 muestra que el 5% de los propietarios tenían el 55% de las explotaciones agrarias); existía un fuerte endeudamiento externo, que ayudó a montar el aparato productivo aunque produjo serias crisis financieras; y los inmigrantes y la población nativa, en su gran mayoría, no pudieron acceder a la propiedad rural y se transformaron en arrendatarios o debieron trabajar como peones en el campo o asalariados en el comercio o los servicios urbanos.
En el ejercicio del poder se perpetuaba, mediante el fraude electoral y la represión política, una elite oligárquica. Su ideología privilegiaba la cultura europea y no quería reconocer que la Argentina estaba ubicada en América Latina: pensaban que el país era el extremo sur de Europa o, al menos, una colonia informal del imperio británico.
Una anécdota de la celebración del primer centenario ilustra esta cuestión. Uno de los visitantes destacados fue entonces el ex presidente francés George Clemenceau, que relató ese acontecimiento en sus memorias. Allí escribía maravillado que estar en Buenos Aires era como vivir en París porque no necesitaba saber español, todo el mundo hablaba francés. Por supuesto, ese mundo era el de la pequeña elite que lo había invitado.
Por otra parte, esa oligarquía que nos gobernó entonces acumuló grandes riquezas, que pueden observarse todavía hoy en palacios y estancias en Buenos Aires y en el interior, aunque su raíz ideológica liberal no proveyó políticas activas de seguridad social ni propició un mejor reparto de los ingresos. De modo que la integración social provino solamente del efecto derrame derivado del mismo crecimiento económico.
En verdad, la Argentina de aquella época tenía una gran mayoría de gente pobre, como lo demostró en 1904, seis años antes del primer centenario, un famoso informe de un experto catalán, Bialet Massé, sobre el estado de las clases trabajadoras en el interior del país, que le encargó el entonces ministro del Interior, Joaquín V. González, para confeccionar un Código de Trabajo que nunca se concretó.
En este sentido, es interesante la comparación con Canadá y Australia que hacia principios del siglo XX eran países (en verdad colonias) con características parecidas a la Argentina en cuanto a territorio y recursos naturales, pero que no sólo se dedicaron a la agro-exportación sino que siguieron al mismo tiempo un rumbo de industrialización y de distribución de ingresos, que aquí no se tomó, y hoy están entre los más importantes del mundo. Por ejemplo, en Australia había impuestos a la tierra y a la renta ya en esos años. En la Argentina los primeros prácticamente no existieron y para la implementación de un impuesto a los réditos hubo que esperar a la década de 1930 y se lo copió del australiano.
Por el contrario, los inventores de la “teoría de la declinación” entre los dos centenarios, critican lo que ocurrió más tarde, cuando con aciertos y errores, el Estado comenzó a tener una participación activa en lo económico y una sociedad más integrada comenzó a girar en torno al proceso de industrialización. El choque político fue grande porque la irrupción de nuevos sectores sociales y la crisis de una elite dominante, otrora homogénea y poderosa, abrieron una instancia que marcó a la Argentina hasta la década del ’70.
Sin embargo, el país tuvo en la posguerra una mejor distribución de los ingresos y tasas relativamente aceptables de crecimiento. No se evitaron las crisis cíclicas pero se fue conformando una sociedad que podía aspirar a acceder a mayores niveles de bienestar en cuanto se corrigieran ciertos errores económicos y se recobrara el rumbo político. Si queremos ubicar la verdadera declinación argentina tenemos que referirnos -algo que esos teóricos no hacen– a la cirugía mayor de la dictadura militar, que además del terrorismo de Estado, cortó de cuajo el proceso de desarrollo económico anterior.
La Argentina entró, ahora sí, en un cono de sombras, con un endeudamiento externo irrazonable, la destrucción de su aparato productivo y políticas neoliberales que se continuaron bajo la democracia y llevaron a la crisis de 2001-2002. Si hay un punto de inflexión que marque la decadencia argentina debemos ubicarlo en esta época.
Pero ahora, en el segundo centenario, estamos en una etapa de plena recuperación económica, y como los festejos del 25 de mayo lo revelan, del renacer de una conciencia cívica, un sentimiento nacional y un desarrollo cultural que no teníamos desde hace mucho tiempo. Con la actual crisis mundial, que asola a los países más desarrollados, parece como si el mundo se hubiera puesto al revés, no sólo en la Argentina sino también en países latinoamericanos vecinos. Quizás aquí se aprendió de la propia crisis y que alguna gente no se ilusione nuevamente con las luces de bengala del neoliberalismo. En ese sentido, podemos decir que estamos bastante bien dentro de este mundo, tanto desde el punto de vista internacional como del interno, teniendo en cuenta el saldo de pobreza y de desigualdades que heredamos desde la época de la dictadura militar hasta la crisis de 2001-2002.
Este Bicentenario es más importante que el Centenario anterior porque el país tiene una democracia consolidada, mejor distribución de los ingresos y está dando muestras de un crecimiento económico sostenido a pesar de la adversa coyuntura mundial. No es un camino recto, por supuesto, porque puede desandarse, como ha ocurrido otras veces. Por eso tenemos que estar alertas y recordar vívidamente un modelo económico que terminó acorralándonos.
El país no puede volver a los años ’90, o al limitado e injusto modelo agroexportador. Debe, sí, tener un sector agrario avanzado que provea alimentos y productos agro-industriales para los argentinos y para el mundo. Pero, también, profundizar el proceso de industrialización; seguir desarrollando un mercado interno sólido; y aprovechar mejor nuestros recursos humanos a través de la educación, la ciencia y la innovación tecnológica.
Ser más sensatos en lo político y, además de impulsar el crecimiento económico, continuar con políticas de desarrollo social, como la Asignación Universal por Hijo. Así podremos compararnos favorablemente en el mundo. En suma, que hay que disfrutar del Bicentenario con la alegría que tuvieron, cuando comenzaron a desprenderse del imperio colonial, los patriotas que nos legaron este festejo. Compartiéndolo, ahora, con nuestros reconocidos hermanos de América Latina.
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