Durante la década de los 90, la flexibilización laboral y la desregulación del mercado de trabajo trajo consigo situaciones de precariedad para muchos trabajadores y una idea de profesionales técnicos que se deslindaban de las decisiones políticas.
El técnico dejó de verse como un trabajador para convertirse en gerente o consultor, dejando de lado algo insoslayable: independientemente de las intenciones, cada decisión está siempre atravesada por una concepción, por una idea de país. En apariencia, los cuadros técnicos sólo diseñaban herramientas o aplicaban resoluciones en base a decisiones políticas que otros tomaban.
Eduardo Basualdo sostiene que para consolidar el modelo de acumulación económica basado en lo financiero que iniciaran las dictaduras militares fue vital “la incorporación al bloque de poder de los intelectuales supuestamente independientes, desligados del sistema político, que percibieron ingresos relativamente elevados a partir de la proliferación de contratos y consultorías que acompañó el proceso de destrucción y transferencia del aparato estatal al privado”.
A pesar de las profundas transformaciones que se han gestado desde entonces en el escenario nacional y regional, principalmente en esta última década, este imaginario de técnico o consultor político despolitizado persiste aún en el discurso de algunos profesionales que forman parte de equipos estratégicos para la gestión, tanto del Estado como de empresas privadas. Todavía resulta confuso el rol de muchos de los que están en esos puestos, siendo “leales servidores” de los intereses de las corporaciones o de políticos con propuestas poco claras.
Los comunicadores no escapan de esta consideración. En este contexto, el comunicador se convierte en aquel “técnico” que diseña estrategias para difundir determinados intereses, pero no se percibe como co-responsable de los contenidos ni de las determinaciones que adoptan los decisores.
Resulta fundamental reflexionar acerca de este modelo de profesional y, sobre todo, es sustancial redefinir el rol de los y las comunicadores/as en la sociedad actual. Para precisar: cuando decimos “comunicador” o “comunicadora” pensamos tanto en los periodistas como en los gestores de la comunicación en ámbitos públicos y privados en todo su espectro.
La filósofa española Adela Cortina afirma que toda actividad humana produce “bienes internos” y se ejecuta para un fin determinado. Ninguna actividad se realiza sin objetivos o intereses que concretar, y el “fin de esa actividad es lo que le da sentido y es lo que le da legitimidad social. No sólo necesita legitimidad la política, cualquier actividad necesita legitimidad”. ¿Cuál es el fin de la actividad de las y los comunicadores/as, cuál es la meta de su trabajo, lo que le da sentido a su actividad?
Si creemos realmente que la comunicación es el espacio donde se disputa la producción de sentidos, y que cada acto está per se impregnado de connotación política, es imposible deslindar el trabajo del comunicador y los fines que persigue del sentido político que en definitiva “apoya”.
Nadie mejor que el comunicador entiende y sabe que toda acción es comunicativa, implica una elección y provoca determinados impactos. Tiene la habilidad (y la responsabilidad) de saber cuáles pueden ser los “posibles” campos de efectos y sentidos de un discurso o práctica social. Se ha preparado para eso.
Acompañar la gestión de un candidato demagógico no puede comparase con la promoción de acciones para la democratización de la comunicación. Es un contrasentido. Hacer prensa institucional de una empresa que contamina resaltando las propiedades y valores de la misma no resulta igual que trabajar en una campaña para una organización que se preocupa por el cuidado del medio ambiente.
Afortunadamente, también podemos decir que muchísimos colegas trabajan desde un sentido ético y social profundo para fortalecer la ciudadanía en el marco de los derechos. Existen ya muchas experiencias de esta índole y se están multiplicando día a día.
Esta es nuestra responsabilidad: aportar a la visibilidad de las posiciones y las posturas que atraviesan los discursos y las prácticas sociales, asumiendo todo lo que implica apoyar con nuestro rol unos u otros sentidos. Ello supone hacernos cargo de que cuando decidimos trabajar en un lugar inevitablemente estamos acordando (al menos en alguna medida) con los sentidos y valores que allí se construyen y circulan; y, desde esta misma ética profesional, dejar de pregonar la tan mentada como falsa “objetividad” de nuestra labor.
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