Luego de 8 años ocupando la presidencia brasileña, Luiz Inácio Lula da Silva, ex obrero metalúrgico, ex dirigente sindical, se transforma en el presidente más popular de por lo menos los últimos 60 años. A dos días de entregar el puesto a Dilma Rousseff, de su mismo Partido de los Trabajadores, Lula conoció el resultado de un sondeo de opinión pública. Su gobierno fue aprobado por 83 por ciento de los entrevistados, y él, por 87 por ciento de ellos. Si se hubiera presentado para un tercer mandato presidencial (la Constitución brasileña no lo permite), Lula seguramente hubiera sido el candidato más votado de la historia. Su legado se puede medir en números impresionantes y también en algo menos tangible, más subjetivo, pero quizá más definitivo.
Este año, la producción automovilística rompió todas las marcas: con ventas totales de 3.400.000 vehículos livianos, Brasil se tornó el cuarto mercado del mundo, superado solamente por China, Estados Unidos y Japón. Los índices de desempleo son los más bajos de los últimos 43 años. La economía creció 7,6 por ciento en 2010. En esos ocho años, alrededor de 34 millones de brasileños salieron de la economía de subsistencia e ingresaron a la economía de mercado (lo que equivale a dos veces la población de Chile, diez veces la de Uruguay, tres veces la de Portugal, media Francia, casi una España entera). Otros 12 millones salieron de la indigencia absoluta e ingresaron en la pobreza, lo que no deja de ser un tránsito.
Entre 2003 y 2010, las terminales de autobús perdieron tres millones de pasajeros. A su vez, las compañías aéreas tuvieron un aumento de casi 12 millones de viajeros en el mismo período. Quien solía viajar pasó a viajar más. Y gente que jamás hubiera soñado andar en avión ahora circula por los caóticos aeropuertos del país. La lista es larga y abarca a prácticamente todos los sectores de actividades de la economía y, claro, de la población.
Brasil, gracias a la “diplomacia personal” de Lula y al impulso de su economía, ganó una nueva (e inédita) inserción en el escenario global. El país se tornó uno de los principales captadores de recursos y capitales en planeta.
Es bien verdad que las dos presidencias consecutivas de Lula se beneficiaron de los buenos vientos de la economía mundial, lo que permitió a Brasil sobrevivir sin más que rasguños a la dura crisis que sacude al mundo desde el segundo semestre de 2008. Es igualmente verdad que Lula heredó de su antecesor, Fernando Henrique Cardoso, una moneda estabilizada y una inflación bajo control. Mantuvo los tres fundamentos básicos de la política económica de Cardoso (meta de inflación, meta de superávit primario, cambio flotante), mostró que las dudas y temores sobre el supuesto radicalismo que impondría a la economía carecían de razón, calmó al empresariado y al mercado financiero.
Hay otras verdades, menos agradables. Ha sido un presidente parlanchín, que no perdió oportunidad de exagerar sus logros reales, que fueron muchos. Parecía inaugurar el país cada vez que abría la boca. Pero los millones de pobres se encantaron con un presidente que habló como ellos, que atropelló las reglas del ceremonial, que destrozó la gramática, que se mostró deslumbrado con los faustos y glorias de los palacios pero, al mismo tiempo, habló de igual a igual con los mayores y más poderosos mandatarios del mundo. Fue la clase obrera llegando al paraíso.
Deja, por supuesto, un país con muchísimas de las llagas y máculas que carga desde hace siglos. La desigualdad social fue apenas mitigada, sus grandes programas sociales fueron básicamente asistenciales, el aparato del Estado está inflado y mantuvo el peligroso hábito de gastar, y gastar mal, más de lo que recauda.
Deja a un país cuya infraestructura es caótica (aeropuertos, puertos, carreteras, todo es deficitario). Un país que invierte, en estructura, muy por debajo de los niveles mínimos necesarios para asegurar un crecimiento sostenible y sólido. La salud pública es un desastre, la educación pública es poco más que una farsa, con profesores haciendo de cuenta que enseñan y con alumnos fingiendo que aprenden.
Pero, aun así, Lula deja –y ése es su mayor logro, su más valioso legado– un país más justo. Un país que recobró el orgullo y la dignidad corroídos por siglos. Les devolvió a los pobres la luz en la mirada, aseguró a los miserables el derecho concreto a una esperanza realizable. Un país que volvió a creer en sí mismo, algo que no ocurría desde hacía medio siglo. A lo largo de ocho años gobernó con la nítida preocupación de actuar a favor de los pobres, y no a favor de la pobreza de muchos y en defensa de la riqueza de pocos. Un país que se mira al espejo y empieza a ver su propia cara, no la del sistema que no hizo más que atropellar a la gente en beneficio de los de siempre. Lula no liquidó ese sistema, pero calmó su voracidad y se volcó hacia las mayorías, hacia los desposeídos. Gobernó para todos los brasileños, especialmente los ninguneados.
Hay mucho, muchísimo por hacer, sin duda. Pero desde el lejano tiempo de Getúlio Vargas, hace 60 años, un presidente no se dedicaba tanto a cambiarle el rostro de la gente, devolviendo la sonrisa y la esperanza a los olvidados. No sin razón llega al final de ocho años de presidencia con la aprobación de 87 por ciento de los brasileños.
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