Gran parte de la puja política en la Argentina de estos días está atravesada por la discusión sobre las relaciones entre el Estado y el mercado o, desde otra perspectiva, entre los derechos sociales y la propiedad privada.
Es un tema clásico de la teoría política, particularmente desde la revolución industrial hasta aquí. Si algo puede decirse a modo de esquemático balance de esta histórica discusión es que las soluciones simples y extremas han fracasado: ni el estatismo autoritario y burocrático ni la utopía tecnocrática del neoliberalismo han podido resolver la cuestión. Al contrario de la prédica del fin de la historia, en cualquiera de sus versiones, cada situación histórica pone esta relación bajo una nueva perspectiva.
¿Desde qué perspectiva afrontamos el debate en la Argentina? Nadie puede negar la influencia central de la catástrofe socioeconómica e institucional de fines de 2001 en la forma que adquiere la controversia. Para algunos, la crisis fue una crisis de mala administración, de déficit de aptitud técnica para manejar los tiempos de la salida de la convertibilidad. En la misma clave pero con otro fraseo, se dice también que el gasto público incontrolado provocó la crisis fiscal y que con gobiernos más austeros y menos corruptos hubiera podido evitarse. Lo que envuelve esta manera de mirar las cosas es su común denominador antipolítico y tecnocrático, la creencia de que la política no es racionalización de conflictos de intereses sino pura gestión. La verdad es que no le ha ido bien en estos tiempos a esta interpretación: el derrumbe argentino no fue el último, y desde 2008, asistimos a un tramo particularmente inestable y crítico de la economía mundial, con epicentro en Estados Unidos y con episodios turbulentos en varios países de la Unión Europea, hasta ayer presentados como ejemplo exitoso de la globalización hegemonizada por el capital financiero.
El debate teórico-político sobre la crisis está mostrando cada vez más sus raíces en el agotamiento de un modelo de desarrollo centrado en la especulación financiera, crecientemente desvinculada de la producción y ajena a todo patrón distributivo medianamente viable.
Cada vez está más claro que nuestra crisis fue un jalón del proceso crítico del capitalismo globalizado. Que no fue un desperfecto técnico ni una tormenta pasajera. En estos tiempos, no es fácil, como era en la década del 90, presentar como novedosa panacea el retiro del Estado, la plena libertad de los mercados y sostener que la pérdida masiva de empleos y la precarización del trabajo son pasajes dolorosos pero necesarios hacia el mundo feliz del neoliberalismo.
La derecha, que de ella estamos hablando, se empeña en desplazar los términos de la discusión. No hay –dice– derechas e izquierdas. Hay gobiernos buenos y gobiernos malos. Gobiernos corruptos y gobiernos virtuosos. Buena y mala administración.
Sin embargo, se puede, sin mucho esfuerzo, apreciar que las cuestiones del Estado y el mercado, de la propiedad y sus límites están implícitas en cada una de las batallas políticas centrales del último período. Cuando se trata la ley de pasaje de los fondos jubilatorios al Estado, escondidos detrás de la gritería sobre la “caja” y el “saqueo”, no era difícil encontrar los mismos argumentos que acompañaron el programa de los años 90. Con la misma argumentación acerca del supuesto uso oscuro que haría el Gobierno de esos fondos, se hubiera podido sostener la negación al pago de impuestos, lo que de hecho sugirió el notable escritor Marcos Aguinis. De hecho, de la dificultad para defender a las fraudulentas AFJP se llegó al intento de movilizar a sus empleados en defensa de la fuente de trabajo. Biolcati lo diría sin eufemismos en uno de los encuentros anuales de la Sociedad Rural: el Estado es un depredador insaciable. Lo dijo con elogiable sinceridad, no se escudó en ningún gobierno circunstancial, dijo “el Estado”.
En el debate de las retenciones móviles en el Senado de la Nación ya había habido varios precedentes de este tipo de argumentos. Allí se sostuvo que había que liberar el “campo” de las retenciones para que creciera exponencialmente la “torta” de la riqueza nacional. Después habría llegado el momento del reparto entre quienes no se hubieran llenado los bolsillos de plata y siguieran siendo pobres. Con la discusión de la ley de medios, el debate alcanzó mayor sofisticación. La cuestión de los límites a la apropiación monopólica de los medios fue prolijamente desplazada por la de la libertad de prensa. Se utilizó a la audiencia de rehén en la puja, sobre la base de sembrar el miedo a la desaparición de determinados programas o canales. No es una casualidad que esta ley –aprobada pero sistemáticamente estorbada en su aplicación por jueces solícitos a los intereses de las grandes empresas del sector– provoque las tensiones que provoca.
La regulación de los medios es un punto de cruce entre la esfera del mercado y la del uso de la palabra, ambas vitales para la democracia. El monopolio de la palabra no es solamente una situación inicua en términos económicos, es además una amenaza para la vigencia de la democracia, cualquiera de cuyas definiciones, hasta las más liberales, sitúa en un primer plano la pluralidad de la información.
Algunos entusiastas de la etimología recusan el uso de la palabra monopolio porque, sostienen, monopolio significa uno solo. Entonces, para que haya monopolio no debe haber ningún otro proveedor de la mercancía en cuestión. Con esa definición no habría monopolios en el mundo, ni se justificarían las leyes antitrust que rigen en muchos países. La etimología, decía Borges, sirve para saber lo que las palabras ya no significan.
Y así como para algunos la ley de medios nos acerca a la situación de Venezuela, el proyecto de ley de participación de los trabajadores en las ganancias empresariales nos convertiría en cofrades del régimen cubano. ¿Hace falta decir que esta fraseología no solamente es de derecha sino que lo es de una variante que huele a naftalina?
¿A ninguno de los analistas del establishment mediático se le ha ocurrido preguntarle al señor empresario Méndez, que repite impertérrito ese sonsonete, si piensa que el artículo 14 bis de la Constitución es comunista y totalitario?
Sería largo repasar todo el temario del debate. Incluiría la discusión sobre el estatus del Banco Central y la pretensión de su autonomía respecto de las autoridades ejecutivas del Estado, las denuncias sobre la trama civil empresarial que sostuvo a la dictadura y muchos otros frentes conflictivos de estos años. Lo que aquí se pretende es sugerir una mirada cuidadosa de lo que se está discutiendo y definiendo en estos días en nuestro país. Porque quien logre instalar hegemónicamente su interpretación sobre la naturaleza del debate tendrá prácticamente asegurado un duradero triunfo.
Hemos terminado catastróficamente y salido penosamente de un largo ciclo de fundamentalismo neoliberal. Estamos ante la opción entre sostener esa salida, revisarla y mejorarla en todos sus aspectos o entrar en un nuevo ciclo de derecha presentado con un nuevo decorado discursivo.
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