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Instrúyanse, porque tendremos necesidad de toda vuestra inteligencia. Agítense, porque tendremos necesidad de todo vuestro entusiasmo. Organícense, porque tendremos necesidad de toda vuestra fuerza.

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Instrúyanse, porque tendremos necesidad de toda vuestra inteligencia. Agítense, porque tendremos necesidad de todo vuestro entusiasmo. Organícense, porque tendremos necesidad de toda vuestra fuerza.

8/7/10

HOMOSEXUALIDAD, IGLESIA Y MATRIMONIO


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“¿A qué llama ‘familia’ la Iglesia?”


Hay una suposición: que existen expertos, especialistas científicos, de la psicología, de la biología, de la genética, de la jurisprudencia, que son llamados a decir sus ocurrencias con los vestidos de la ciencia. Cierta ingenuidad y también un poco de impostura alientan esta especie de bullicio democrático que la pobreza y mediocridad teológica que domina en nuestro medio confunde con un aquelarre.

No voy a apelar a documentos etnográficos ni recordar las múltiples estructuras de parentesco que existían y que persisten para subrayar el carácter social e histórico de algunas instituciones de las culturas, entre ellas el llamado matrimonio.

Esta idea romana que adquirió un estatuto jurídico en nuestro Occidente, facilitaba que una mujer pasara de la tutela, protección o servidumbre respecto de su padre a la obediencia a un marido que garantizaba el carácter “legítimo” de sus hijos. Hay todavía huellas de este modo de dominación, pero también es cierto que existen muchas otras formas de convivencia social, también familiares, que no se reducen al matrimonio y están hoy reconocidas por el derecho.

No es imprescindible el matrimonio para “conyugarse”, para establecer un “enlace” o para “contraerlo”, como ocurre a veces con un resfrío. Hay innumerables palabras que hablan de aquellas huellas a las que hemos aludido. Por lo demás, el “matrimonio entre personas del mismo sexo” es una denominación poco feliz. En primer lugar porque suele ocurrir que cada una de las personas tiene el suyo y obligarlas a compartir “el mismo” me parece una extralimitación abusiva. Se agrega a ello que cualquier ojeada histórica sobre el matrimonio entre personas –como se decía hasta hace poco– de “sexo opuesto” deja ver que se trata de uno de los escenarios preferidos de la famosa disputa o guerra entre los sexos, gente extraña que muchas veces se encapricha, precisamente, en compartir el mismo sexo.

Es fácil advertir que no soy un fanático del matrimonio, del matrimonio a secas, aunque esa falta de humedad atenta contra institución tan respetable. Y como en nuestro país existe un casamiento civil, tampoco me parece conveniente instalar alguna instancia jurídica que supervise la fe, la buena fe como condición de un casamiento religioso, cualquiera sea la religión. Eso se conoce con el nombre de separación del Estado y la Iglesia.

La cuestión que se discute puede pasar inadvertida entre tanto ruido. No se trata de saber si hay formas psicopatológicas de la sexualidad, como de la injerencia de las autoridades de la Iglesia Católica argentina, que pretende legislar sobre nuestros amores y goces sexuales. Tiene todo el derecho a sostener su posición sobre esos asuntos y tratar de incidir sobre su grey; ningún derecho sobre esa pretensión.

Es difícil hablar de esto sin historiar las complejísimas relaciones que existieron entre la Iglesia y los gobiernos de Perón, en algún momento idílicas, en otros ásperas y hasta incandescentes. No hay lugar aquí para recordar esos antecedentes. Pero hay que decir que en aquellos tiempos la Iglesia acentuó su milenaria tendencia (que se remonta a los años 300) a recostarse en el Estado, en el poder secular, perdiendo confianza en su influencia espiritual para alcanzar sus fines. También es cierto que en nuestro país esto lleva el sello de estilo de la Iglesia española, que colocó la tarea de evangelización bajo el paraguas de lo que era el imperio nacional.

En febrero de 1929, Mussolini, por Italia, y el cardenal Gasbarri, en representación de Pío XI, firmaron un tratado político y un acuerdo económico por el cual quedó establecido el Estado soberano de la Ciudad del Vaticano. Más pequeño que la República de San Marino, pero con más predicamento, fue reconocido por la legislación internacional y mantiene relaciones diplomáticas con otras naciones. El jefe de ese Estado es el Sumo Pontífice, quien reúne en su persona funciones ejecutivas, legislativas y judiciales. Algo más efectivo que un mero DNU, lo que ahorra varios inconvenientes.

Para ocupar ese cargo no se requiere haber nacido en ningún lugar específico: todos los cardenales que tienen residencia en el Vaticano tienen nacionalidad vaticana sin perder la de origen. Por dar un ejemplo, si Francisco de Narváez tuviera la vocación y aptitud adecuada, no encontraría en su nacionalidad un obstáculo para su candidatura. Se trata de un Estado propiamente dicho, que acuña su moneda, que dispone de sus servicios económicos, sanitarios, educativos, y como se le reconoce una misión espiritual, sus dignatarios intervienen en la política de otros Estados sin las trabas que encuentran o la prudencia que se espera de los diplomáticos de otros países. Gozan de una inmunidad ecuménica de límites insondables, como fue el caso, por dar otro ejemplo, del obispo castrense monseñor Baseotto, quien proponía medidas apocalípticas para proteger la salud pública.

Hace ya siete años circula en lengua italiana un Lexicón de la Iglesia Católica, que define a la homosexualidad como un “problema psíquico”, “contrario al vínculo social”. Fidelísima con la doctrina de Estado de la Santa Sede, la Conferencia Episcopal Argentina emitió en abril de este año un documento que declara: “La unión de personas del mismo sexo carece de los elementos biológicos y antropológicos propios del matrimonio y de la familia”.

Es difícil (pero ocurre) que un psicoanalista se haga el sordo a estas afirmaciones presentadas como consideraciones espirituales sobre instituciones sociales e históricas. Cuando los psicoanalistas escuchamos a sacerdotes homosexuales, no nos encontramos con una circunstancia clínica que no sea política. Resulta que llegan a la consulta por su condición de sacerdotes y no por su homosexualidad, convencidos de que la Iglesia no tiene la menor idea de cuáles son “los elementos biológicos y antropológicos propios de la familia”.

Es cierto, como dice Juan Bautista Ritvo (Página 12, del 3/06/10), que el inconsciente se presta poco a las discusiones parlamentarias, “a lo mejor porque conmueve las bases mismas de la sociedad civil en el particular ligamen del erotismo con la muerte”. Estoy de acuerdo, y ese plano no es ajeno a la política, así como la política no se reduce a las discusiones parlamentarias. Como el inconsciente, ella entra cada tanto a los consultorios de los psicoanalistas.

El cardenal Jorge Bergoglio no dejó pasar la oportunidad del Tedeum del Bicentenario para rechazar el matrimonio entre personas homosexuales durante su homilía. Y ya antes, el Arzobispado había declarado que: “Dado que el Poder Ejecutivo de la Ciudad de Buenos Aires es el garante de la legalidad en la ciudad, el jefe de Gobierno, a través del Ministerio Público, tiene la obligación de apelar el fallo”. Esta intervención de un argentino, y que es legítima para cualquier argentino sea o no jesuita, resultaría inadmisible para cualquiera que tuviese una investidura concedida por otro Estado, aunque fuera nativo de estas tierras y tuviera motivos espirituales análogos.

Pero, ¿a qué cosa llama “familia” la Iglesia? ¿Qué entiende por “matrimonio”? ¿Recordará que Israel fue la Esposa de Dios (antes de que se prostituyera)? ¿Tiene en cuenta que ella es “Esposa” de Cristo aunque Jesucristo tiene miles de “Esposas”? ¿Por qué llama “hermanos” y “hermanas” a personas que no están unidas por ningún lazo jurídico o de sangre? ¿No hay en la Iglesia “Padres”, “Madres”, “Hijos”? ¿Tendríamos que pedirles que concurran a los tribunales terrenales a legitimar esos títulos? Me disculpo, pero la pregunta me resulta irresistible: ¿no faltan abuelos y nietos? ¿O todo esto es un modo de hablar sin consecuencias? No lo creo.

Todo es más pobre. La Iglesia acepta más o menos llamar “familia” a la unidad de consumo burguesa compuesta por mamá y papá casados con hijos concebidos (no sólo pensados) dentro de un matrimonio consagrado (y extiende su benevolencia a formas cercanas). El problema es que quiere hacer pasar esta forma de la familia como la forma “natural”, base de la estructura social (también natural) y condición de la reproducción de la especie (aunque la especie se las arreglaba bastante bien antes de la existencia de la Iglesia).

El problema lo enunciamos al comienzo. Que una forma histórica (de cualquier institución) sea presentada como natural de la especie humana es plantear una exigencia de uniformar, de homogeneizar, de universalizar, una especie de “globalización” avant la lettre. Y para ello, ¿qué mejor recurso que apelar a una legislación que imponga o prohíba? Es por eso, entre otras razones –pero ésta es una razón un poco descuidada–, que las jerarquías eclesiásticas de la Iglesia Católica Argentina se han adaptado mejor al orden que impusieron los gobiernos dictatoriales en nuestro país que a los desórdenes democráticos.

Debe ser penoso para los cristianos convencidos que una de sus iglesias crea que la ley perfecciona al creyente mejor que la gracia.

Jorge Jinkis
Psicoanalista.
Director de la revista Conjetural.
Autor del libro Indagaciones (ed. Edhasa).



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Matrimonio homosexual

Apremia diferenciar planos del debate sobre el matrimonio homosexual, que sólo parece haberse tramado en torno de derechos y de intereses jurídicamente protegidos. Este plano existe, sin duda, y es uno de los ejes mayores de la actual tradición republicana.

Hay, empero, otro plano, que es el del inconsciente, que poco se presta a discusiones parlamentarias, a lo mejor porque conmueve las bases mismas de la sociedad civil en el particular ligamen del erotismo con la muerte. Es un nivel de análisis donde impera la interpretación de lo actual (no necesariamente de la actualidad 1) y no el dictamen del jurado o el acto de gobierno.

Desde el punto de vista de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, fundamento del derecho natural democrático y moderno, que en su primer artículo consagra la igualdad de todos los hombres ante la ley y la Justicia, no hay mucho que debatir, salvo que el contrincante pertenezca a la derecha autoritaria y eclesiástica.

¿Qué razones habría para negarles el matrimonio y el derecho a tener hijos? Desde luego, aquí empieza el debate en un terreno menos formal: se invoca la tradición multisecular, jurídica y religiosa, que consagra la heterosexualidad; se recuerdan los sufrimientos e inhibiciones que padecen y padecerán los hijos de homosexuales por la segregación silenciosa, nunca más punzante que cuando se viste de tolerancia; se pone el acento en la confusión de roles y de figuras que proviene de una igualdad sin diferencias sexuales.

Ahora bien, quienes invocan estos argumentos parecen ignorar sobre qué suelo se apoyan: la institución matrimonial que Occidente cimienta en preceptos religiosos claramente incestuosos 2 –“Seréis una sola carne...”– es quizá tan inevitable como potencialmente monstruosa: el “nido” (palabra que evoca sofocación y acumulación de basura) deriva en los abusos a que se somete al inocente. Y si se me dice que no se puede confundir a los pedófilos y sodomitas con las familias, digamos, normales, contestaría que sí, que es así; mas, he aquí el reverso, las fantasías y fantasmas perversos surgen, de improviso, en cualquiera: ¿quién no ha experimentado un malestar y un vértigo inmediatamente censurado, al pensar que ese crío que tiene en brazos podría caer y morir?

¿Se debería reclamar que la patria potestad de los matrimonios formalmente heterosexuales sea sometida a control estricto por parte del Estado?

Voy a cambiar, ahora explícitamente, el nivel de análisis. El psicoanálisis se establece en la premisa de que entre los sexos hay un vínculo antisimétrico cuyo núcleo, enigmático, es inconmensurable; núcleo que metaforizamos de diversas maneras porque no podemos decirlo de una; de aquí nace lo que existe de indomesticable, de ingobernable en la sexualidad; de aquí también brota esa alianza entre el erotismo y la muerte que es prenda de intensidad y de riesgo, de una proliferación sin duda jerarquizada de deseos y de goces, pero que carece de centro y que jamás podrá ser naturalizada y sobre todo vuelta transparente. Desde el punto de vista de la sexualidad, la transparencia es reaccionaria; lo cual no quiere decir que exista un progresismo sexual.

La pretensión de algunos de que florezcan nuevas sexualidades, como florecen nuevos injertos, sólo puede sostenerse al precio de eludir lo que nos muestra la psicopatología de la vida cotidiana, en la que el clamor de la arenga pública se desvanece y se transforma en algo muy distinto, en algo que circula espiraladamente, desde el júbilo y la creación, hasta el sufrimiento, el silencio y la muerte.

Freud, recordemos su palabra sin volverla intocable, sostuvo, en la vigésima de las Conferencias de introducción al psicoanálisis, que la elección de objeto homosexual es una “ramificación regular” de la vida amorosa. Y, en un célebre pasaje de Psicología de las masas y análisis del yo, que la homosexualidad masculina, idealizada 3, es uno de los pilares de la organización social. Allí donde falta la mujer, como objeto o como agente, incluso allí donde la mujer imita hasta la caricatura las funciones denominadas masculinas, aparece el cortejo de solidaridad, sacrificio, abnegación, pero asimismo, y en la misma escala, la exaltación feroz de las virtudes viriles y sus consecuencias, que no necesito describir aquí; me basta remitirme a las dos masas “artificiales” tal y como las designó Freud: la Iglesia y el Ejército. La exaltación masculina y la homosexualidad se juntan como la flecha y el blanco.

Señalemos algunos parámetros elementales:

1. La homosexualidad, la masculina tanto como la femenina 4, es una conducta sintomática, no una estructura patológica.

2. Salvo en una pequeña fracción, perversa o psicótica, que, por razones distintas pero concurrentes, no anhelan ni publicidad ni estado público, la mayoría de los homosexuales son, para retomar la expresión freudiana, una ramificación regular de la vida amorosa de los neuróticos, con sus mismos componentes y sus mismas renuncias; aquí tampoco hay progreso, aunque el progreso civil propio de la tolerancia es indudablemente un valor cívico 5.

3. La ramificación sintomatiza el rechazo a la diferencia de los sexos que es propia de la neurosis, es decir, del malestar de la cultura. A la vez, este rechazo –rechazo que no tiene nada de lineal porque, en uno y el mismo movimiento, acepta lo que rechaza– toma muy diversas formas, que no se agotan en los mecanismos de defensa de la histeria o de la neurosis obsesiva. Se sabe: nos defendemos neuróticamente de la castración desconociendo hasta qué punto ella es un límite; y el desconocimiento reconoce aquello que rechaza. De la castración, esa falta simbólica cuyo objeto no es especularizable, ese “juicio de imposibilidad”6 que limita y articula el discurso, correlato de un imaginario sin imágenes, no tenemos otra experiencia que la del neurótico.

La homosexualidad, como cualquier posición sexual, es impensable bajo la categoría de la elección; se pueden elegir muchas cosas, menos justamente ésa, aunque el ser sexuado sea responsable de la posición que tenga. Tanto para la mujer como para el hombre homosexuales, el falo está en el centro de la escena: para la mujer, es preciso desconectar al falo del órgano masculino, otra mujer podrá encarnarlo para ella; para el hombre, que el partenaire tenga su misma anatomía lo salva de la angustia que le produce el cuerpo femenino, habitado simultáneamente por una privación intolerable y un exceso de potencia que siempre pone a cuenta de la madre. Claro está: estos rasgos no son ajenos al malestar en la cultura. ¿Qué obsesivo no se ampara en rituales fetichistas para mantener a distancia la invasión femenina? ¿Qué histérica no cesa de rendir homenaje a la Otra, símbolo de perfección inalcanzable?

En este punto estamos tentados por una doble aunque opuesta simplificación: o decimos que neurosis y homosexualidad se equivalen desde todo punto de vista, o bien marcamos una diferencia global entre neuróticos y homosexuales, como si los primeros estuvieran masivamente mejor ubicados.

Ni una ni otra. En un nuevo eco de Aristóteles, diré que tanto la neurosis como la homosexualidad se dicen de varias maneras; aunque ciertamente, al menos como mera cualidad potencial, la neurosis esté más abierta, sea menos rígida, en lo que respecta a la castración. En nuestros análisis de homosexuales, invariablemente nos topamos con un núcleo absolutamente impermeable y congelado, a veces tras una máscara de indiferencia, otras –las más favorables a la cura– en el centro de una angustia que provoca la huida.

Pero, ¿qué decir de aquellos neuróticos cercanos a la denominada caracteropatía? ¿No sabemos, acaso, que la convivencia cotidiana y aparentemente pacífica entre un hombre y una mujer suele ser una manera radical de expulsar la diferencia de los sexos?

Realidad miserable, complementaria del que finge aristocráticamente una movilidad libérrima y sin trabas para gozar del sexo: en psicoanálisis, la valoración libidinal es indiscernible del cuestionamiento de la propia posición sexual. Todo ser sexuado reclama la interdicción del incesto para gozar; todo ser sexuado encuentra a sus objetos marcados por ese núcleo imposible, que no cesa de fascinar. No hay genio del sexo –a pesar de la imaginería neurótica que lo supone–, pero sí hay intensidades y gratificaciones que se alcanzan, exclusivamente, por medio de la inteligencia aguzada por la angustia y por la angustia que se abre al desamparo; el que puede, a veces, iluminarnos.

Puedo decir, provisoriamente, que ciertos neuróticos están eventualmente mejor posicionados que muchos homosexuales (adviértase la particularización que elude la masividad) para acceder al horizonte que inaugura el juicio de imposibilidad. Y al revés, ciertos homosexuales han efectuado un trayecto –el que suele no ser ajeno a la sublimación– en dirección a semejante juicio, que está vedado a la masa neurótica. Lo que no quiere decir que tales “ciertos”, que ambas particularidades, se equivalgan, precisamente porque, si lo pensáramos así, estaríamos borrando los datos del problema, los que, sin duda, enraízan en la estructura misma que establece una diferencia modal de la constelación fálico-narcisista de ambas patologías7.

De todas maneras, y para finalizar por el momento, es preciso reconocer que la movilización homosexual, con su reclamo insistente de estado público, tiene un valor intrínseco que no podemos dejar de escuchar –y de interpretar–. Agrego, una vez más, interpretar no es juzgar, sino leer lo que retorna en los intersticios de lo reprimido.

1 Lo actual, que es lo que la actualidad reprime, puede ser perfectamente anacrónico.

2 Es cierto: el liberalismo quiso y quiere volver laico al matrimonio; ese laicismo es una distancia sin duda valiosa pero frágil, con la constricción religiosa que remite patéticamente a “hasta que la muerte nos separe”. El divorcio, vivido con culpabilidad, apenas roza este pacto mortífero.

3 Conviene reiterar que “idealizar” no es “sublimar”. Lo menos que puede decirse de la idealización es que siempre fracasa en su impulso a descorporalizarse. Es más, los ideales del yo, necesarios por estructura, son el complemento de una sexualidad sojuzgada, en los bordes mismos de la avaricia libidinal, que a veces explota en forma aberrante.

4 Si aclaro “tanto masculina como femenina” es porque la homosexualidad masculina suele ocupar el primer plano, espectacular. Los hombres, intolerantes ante la masculina, se muestran comprensivos y hasta cómplices de la femenina: por varias razones, algunas evidentes, las otras no tanto. De entre estas últimas, menciono una nada desdeñable: cuando una mujer ama a otra, a la vez que rinde homenaje al falo que desespera de poder encarnar, le garantiza al hombre que por lo menos una no va a desearlo; el obsesivo, agradecido. ¿Quién dijo que los hombres deseamos que la Otra nos desee?

5 Los politólogos tienen la tendencia a considerar la vida política como el centro de la vida humana. ¿Necesito aclarar que esta vida carece de centro y que es preciso estar atento al nivel en el que nos ubicamos?

6 La expresión, tomada de sus Estudios sobre el Edipo, le pertenece a Moustapha Safouan.

7 No quiero salir del paso con fórmulas rápidas, pero el espacio y el tiempo y, sobre todo, la oportunidad, me obligan a utilizar algunas expresiones sintéticas, sin desarrollo. Como indicación, diré lo siguiente: en la pareja heterosexual, el misterio del Otro sexo, de manera particularísima el femenino, enigmático incluso para la mujer, ofrece una barrera a la pendiente encerrante, asfixiante, de la identidad.


Juan Bautista Ritvo
Anticipo del trabajo que, bajo el título
“Matrimonio homosexual y neurosis: ¿Hay progreso sexual?”
se publicará en el número 140 de
la revista Imago-Agenda (ed. Letra Viva)
de próxima aparición.






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