En 1415 tuvo lugar la batalla de Agincourt, tema para especialistas en historia inglesa. Se recordaría menos si no la hubiera tomado Shakespeare en su Enrique V. El monólogo que pone en boca del rey Enrique es una formidable pieza que llama a no decaer nunca en el entusiasmo, a pesar de la inferioridad de condiciones. Pero el monólogo no es el del mero entusiasta, por encima de una realidad desfavorable. Se trataba de preguntarse por las bases mismas de la acción, la emotividad del hombre político que renace ante el umbral mismo del fracaso o el desastre. El discurso de Enrique V consistía en un brebaje, tomado de un solo sorbo, compuesto por el elixir del honor. El día de la batalla, ese “día de San Crispín”, iba a ser siempre recordado, cualquiera fuera el resultado, por componer una refundación de la vida en común. La hermandad de los valientes en medio de una empresa casi imposible. Entonces, con su horror y sus muertos, la batalla fundaría una nueva estirpe heroica, aunque no vanidosa. Sólo vigente en un callado recuerdo.
Es el discurso de la emoción política en torno de un heroísmo prodigioso; el heroísmo de los que estaban en minoría y hambrientos. Implica la recreación humana a partir de su irrisoria condición de debilidad. Es la epopeya de los exhaustos y alicaídos que extraen un arrebato épico casi de la nada. Los poemas de René Char en sus cantos de la resistencia francesa retomarían el tema bajo el nombre del “tesoro perdido”, pues el recuerdo de un fervor desaparecido seguía siendo una nostalgia fecunda. Eran esos hombres comunes que en un momento de sus vidas toman sobre sí una tarea extraordinaria. Creaban la hermandad de los resistentes desprovistos de fuerzas materiales. Sólo poseían su convicción, su pensamiento o su gratuidad militante.
Todos los momentos generosos de una sociedad parten de sentimientos que brotan inesperadamente. Nadie es un héroe. La situación heroica es la más común de las situaciones. Surge de la fragilidad, la angustia o de la desesperanza. No vivimos hoy momentos de entusiasmo cívico, colectivo o político. Si el entusiasmo es la forma laica de un deseo trascendente, no estamos en una época propicia a estos afanes. Por el contrario, nos hallamos inmersos en sociedades que creen ser hedónicas y son apenas espasmos de avaricias reivindicantes. La incredulidad generalizada es un subproducto de la democracia mediática, del predominio de pequeñas maniobras, de la irritación táctica y de tácticas irritadas. Sin “discursos de San Crispín”.
La palabra pública reflexionante ha sido reemplazada por mandobles calculados, ensayos chulos de lenguaje, monosílabos que si son groseros calan más. El concepto de lo político, con su sujeto dramático, ha sido reemplazado por la “operación política”, la noticia “plantada”, la obstrucción tramada en trastiendas políticas. El despliegue de ideas sostenidas por razonamientos complejos ha sido reemplazada por chicanas y gracias televisivas, mezquinas acciones toleradas llamadas “palos en la rueda” o “pases de factura”; las construcciones en común han sido reemplazadas por exorcismos y cuarentenas: “no quedar pegado”, “le soltó la mano”.
Entendámonos: los requiebros en el habla colectiva y las metáforas del acervo picaresco no son enemigos de la democracia, son el grano de sal que condimenta el viejo pacto entre los lenguajes cultivados y el manantial justiciero de las ironías populares. Pero ahora la política nacional parece estar en estado permanente de chicotazo verbal, con especialistas en “meter la tapa” en programas de tevé, investigadores de la vida privada, moralistas que prometen adecentamiento y parecen emisarios espectrales de Savonarola, manoseadores de biografías con técnicas de basural, gritones mutuamente profesionales de frases como “yo lo dejé hablar, ahora hablo yo”, que son el síntoma disgregador de un espacio dialogal del que deben surgir sujetos políticos y no energúmenos trastrocados. Estamos tentados a decir que falta el “discurso de San Crispín” –el alegato de Agincourt– para despertar la conciencia pública de sus encasillamientos facciosos.
Las migas deshechas de los pensamientos políticos que otrora producían el entusiasmo público acabaron siendo formas atrincheradas del rencor. El país se mira sus manos, medio vacías o medio llenas según quién opine, y recrea el espectáculo de una sociedad viva pero turbada, ensimismada y a punto de ser arrastrada por cualquier bribonada política. Durante el conflicto con el campo se discutió qué cosa impulsaba a las conciencias, el motor anímico que llevaba a manifestar en las calles. Las formas ya encuadradas del pueblo fueron condenadas en nombre de una conciencia incontaminada, regenerativa. Eran los “dignos” de alma traslúcida contra los hombres suburbanos subidos en camiones. Un nuevo clasismo “sin intereses” pudo presentarse como superior a las formas heredadas de adhesión popular. El gran éxito de las difusas derechas fue el hacer creer que retenían para sí la militancia desinteresada y emitir un sello condenatorio contra los engarces habituales de la movilización colectiva. Esa batalla la perdió el Gobierno. Y también la sociedad, aunque ella no se haya dado cuenta.
Fue la pepita de oro encontrada para hacer creer, luego, que el máximo atentado contra la institucionalidad vigente –un vicepresidente considerado por el periodismo pendenciero como un “obispo entre infieles”–, sea considerado un gesto republicano y no una grave alteración del cuadro constitucional. Juristas destacados, políticos éticos y analistas sesudos –es fácil conseguir esos títulos en la fábrica de certificados de la alta prensa nacional– insisten en que ese hombre, vicepresidente de marras, cumple correctamente su misión y nada importan los actos secesionistas que se producen por el solo hecho de estar sentado en esa silla, como Kagemucha, el criado japonés. Este hombre trivial con sus ávidos asesores de otros carnavales, ha descubierto que hacer política es quedarse apenas sentado, dejando un recado cismático cotidiano en el seno del Estado con sólo poner sus posaderas en una angarilla del Senado. En esta institucionalidad dividida, su voto tiene valor catastrófico, revelando cómo un sistema que se postula republicano se desgarra por la presencia del hombre sin cualidades, sin dignidad, pero con su trasero en el “juste lieu”. Los empalagosos citadores del republicanismo trucho –no del verdadero, el de los fundadores de la teoría política– lo consideran una curiosidad, como quien mira un grato desfile de la Reina de la Vendimia. Esta batalla la está también perdiendo el Gobierno. Y la sociedad, aunque ella no se dé cuenta.
Se recordará esta época como la de los petimetres que ponen en vilo a un gobierno haciendo declaraciones en la puerta de sus petithotels del Bajo Belgrano. ¿Qué puede decirse? ¿Que en esa situación se debieron cuidar procedimientos? No cabe duda. Pero otra cosa es el infortunio de las instituciones, que por un espectacular equívoco se cree que son defendidas por estos personajes que conocen y usufructúan de las características de una sociedad con profundas corrientes refractarias al cambio, a la gran aventura libertaria del vivir y a la innovación política. Léase a la prensa hegemónica en su combate ciego: una palabrita suspicaz del FMI es recibida con regocijo por los adversarios del Gobierno, pero al otro día pasarán por “antiimperialistas” proclamando la protección de las reservas, a la tarde saludarán a algún enviado de Estados Unidos proclamando la cartilla “demigolpiste” de los académicos latinoamericanos reciclados en los partidos conservadores norteamericanos, a medianoche podrán sentirse “atropellados” con Redrado, alborozados con la jueza Sarmiento, anunciar a la siguiente mañana la suspensión de la ley de medios audiovisuales con vergonzosas coartadas de bufete, y al caer la noche del otro día promover una depuración robespierreana de la república, los “virtuosos” contra los “corruptos”, con un moralismo simplificador que no pocas veces fue el sustrato de dictaduras mesiánicas. Y a la hora del té podrán observar como togados imperturbables de alguna academia internacional que se está “sobreactuando” en la protesta por la explotación petrolífera en Malvinas. Y los fines de semana, los editoriales en comandita de los grandes medios, augurando “el fin del ciclo” o preguntándose con un halo de ingenuidad “¿cómo harán para mantener el poder en los dos años que faltan?”.
Todo está sujeto a escarnio en el país. Así no es posible restituir la pertinencia de la palabra pública en la nación, dicha como soporte invisible de su armazón moral. Acciones de progreso colectivo y social evidentes corren peligro ante un nuevo reaccionarismo que supo expropiar los estilos reivindicativos y militantes, anexándolos como “ala de los luchadores” en la procesión neoconservadora. No hay fórmulas probadas para desarmar este enorme equívoco detrás del que corre una parte sensible de la sociedad. Pero en algún momento podrán aparecer los equivalentes del “discurso de Agincourt”.
Sociólogo, profesor de la UBA, director de la Biblioteca Nacional.
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