Nicolás Casullo
Domingo, 4 de Noviembre de 2007
La elección presidencial del 2007 podría asemejarse a una película argentina de fines de los años cuarenta, en blanco y negro, de la que emergen, como viejos fantasmas, antinomias que se creían sepultadas en los escombros de la historia. Los protagonistas murieron hace tiempo, pero en esta remake los nuevos intérpretes, aunque se vistan con otros ropajes, se nutren de una retórica que, aunque menos virulenta que la de antaño, sorprende por su contenido clasista. Hasta se podría imaginar el mismo título para esas películas: Las cuestiones. Quizá suene demasiado sartreano para el presente, tal vez sea más apropiado para el pasado. Habría que pedirle autorización al escritor y ensayista Nicolás Casullo para usar el título de su libro, publicado por Fondo de Cultura Económica. Este ensayo magistral y polémico –resultado de la investigación que realizó para la beca Guggenheim que obtuvo en 2004–- sumerge al lector en temas y problemas escasamente abordados, al menos desde el enfoque crítico que propone Casullo, donde la teoría cultural, la filosofía y la mirada estética se cruzan con la intención de una razón política inconforme.
Como un intelectual comprometido a la vieja usanza, Casullo sale a la palestra. Por las páginas del libro desfilan controversias que atraviesan al país y al mundo. La revolución como horizonte que quedó atrás, cuando fue el corazón de la modernidad y del cambio histórico; la reivindicación de las experiencias populistas en América latina, criticadas por derecha y por izquierda; las narraciones en pugna sobre los años setenta, el desmontaje de las discursividades que componen ese pasado y su planteo de llamar a las cosas por su nombre: “revolución frustrada”.
A partir de la crisis del campo de lo revolucionario, Casullo señala que la declinación y el descrédito de la política clásica de las izquierdas dio lugar a una cosmovisión antipolítica, una cultura que entiende la política en sí y al Estado como presencias intrusas, ineficaces, negativas.
“Esta problemática plantea una disputa entre pensar el cambio social teniendo como posibilidad fuerte la actuación de un Estado que remita a lo nacional, y pensar el cambio a partir de alternativas más anárquicas, que cuestionan toda política que propenda a la constitución de un poder hegemónico.
”Se están discutiendo aspectos que ni se pensaban hace treinta años porque era evidente que la revolución necesitaba, exigía y precisaba un Estado fuerte para modificar la historia”, explica el autor de Las cuestiones.
“La desaparición de este paradigma hace que hoy aparezcan otras alternativas, muy discutibles, porque si trasladamos el debate sobre la importancia de la actuación del estado a América latina, es evidente que resulta imprescindible la presencia de un Estado en todo proyecto popular democrático que intente realmente modificar las cosas”, agrega el docente e investigador en la Universidad de Buenos Aires y de Quilmes, y director de la revista Pensamientos de los confines.
–A pesar de la desconfianza hacia la política, el Estado volvió a cobrar protagonismo en los últimos cuatro años. ¿Qué papel cumplió el kirchnerismo en esta resignificación del rol estatal?
–El kirchnerismo reivindica un Estado de corte populista, en el mejor y en el peor sentido de la palabra –yo soy bastante reivindicador de lo populista latinoamericano–, en donde contradice las experiencias más de vanguardia, tipo Toni Negri y Paolo Virno, que planteaban, desde una visión europea, otro tipo de sujeto, de proceso y de intervención a partir de multitudes ciudadanas de nuevo corte. Lo que hace el kirchnerismo es apuntalar una política de corte estatal a la clásica usanza, que descoloca totalmente aquellas variables de izquierda, nacidas al calor básicamente de las cacerolas, de las asambleas, del toninegrismo, que sostenían la caducidad del Estado, o lo negativo del Estado cuando interviene en la esfera pública. En este sentido, creo que el kirchnerismo es la recuperación del Estado político de intenciones populares. Desde esta perspectiva, esas variables que planteaban la no constitución de un poder fuerte, centralizador, redistribuidor y regulador, están en estado crítico en la Argentina. La propia historia de lo que sucedió con las asambleas o los sectores medios, representados hoy por Lilita Carrió, muestran que esa idea de “tomar el poder sin tomar el poder” no tiene salida.
–¿Cómo interpreta el ausentismo en las últimas elecciones?
–Hay que hilar fino. Más allá de esta supuesta distracción o apatía –no sé quiénes son los que tienen más interés en plantear la idea de una baja participación–, fue una de las elecciones más significativas y más agresivas de la historia argentina, que de alguna manera abre la perspectiva de un duro enfrentamiento social, cuando Carrió plantea que dentro de cuatro años gobernará con las clases medias y las clases altas. Estamos ante un regreso de lo político, de una manera muy dura, y vamos a tener que trabajar con mucha inteligencia y sabiduría para poder sobrellevarlo en términos claramente democráticos y participativos.
–En su primera entrevista como presidenta electa, Cristina Kirchner afirmó que su prioridad sería el desempleo y la pobreza. ¿Estaría, al menos desde lo discursivo, planteando la recuperación del tiempo de lo social?
–Esto es muy significativo, porque el que entrevistó a Cristina (Joaquín Morales Solá) es representante de toda una mirada que no está planteándose que el problema de la violencia, de la delincuencia y de la inseguridad debe ser resuelto a partir de una recomposición social de los sectores postergados, sino que claramente lo que quiere ese inmenso mundo antikirchnerista es la represión y la policía en acción. Creo que estamos en la antesala de una tensión política muy fuerte, como no ha habido en los últimos 30 años. Es cierto que el peronismo se desagrega en tres o cuatro sectores, lo mismo sucede con el radicalismo, pero la política está en cómo tomás el tenedor, cómo mirás al que está al lado, cómo tratás al otro, qué grado de racismo o capacidad exclusora tenés, qué es lo que te interesa y de qué manera querés resolver las problemáticas. Estamos en un sinceramiento profundo de la Argentina, por detrás de esas variables que hablan de consenso y de diálogo, que son de una infinita hipocresía.
–¿Se refiere al discurso de la Coalición Cívica?
–Claro, cuando una candidata se siente progresista diciendo que se ha humillado al ganadero, que se ha humillado a las Fuerzas Armadas, que se ha humillado a la Iglesia, yo le preguntaría a monseñor Bergoglio, tan amigo de Lilita, qué piensa de ese futuro donde las clases medias y altas van a gobernar la Argentina con el triunfo de la Coalición Cívica, dónde ubicaría a los pobres la Iglesia. Hay una inmensa hipocresía represiva que está actuando disfrazada de progresismo. Hace poco, en un artículo publicado en Página 12, planteaba que nunca como antes hubo una elección donde se volvía a notar el peronismo y el antiperonismo con un odio tan larvado.
El peronismo carga históricamente con todas sus lacras, que han ayudado al desquiciamiento del país, pero hoy el antiperonismo trabaja de manera impune. Si con una soltura de cuerpo absoluta, alguien dice cosas como las que expresa Lilita Carrió, significa que la cultura de derecha ha avanzando hasta hacerse sentido común, por lo menos en amplios sectores de la Capital. El regreso de lo político quizás está motivado por la forma –bien o mal, con o sin astucia, correcta o incorrecta– en que el kirchnerismo aparece confrontando contra determinados intereses y perspectivas. El kirchnerismo tiene que repensar las formas de actuación en la democracia, el debate y la batalla cultural que tiene que dar para poder sustentar su propio proyecto de una manera más amplia, audible y más legitimada.
–¿Por qué nunca volvió a emerger desde el peronismo un protagonismo intelectual como el de Cooke, ni una renovación de ideas valiosas, dignas de recordar?
–Un déficit del kirchnerismo es su relación con una política intelectual para el campo de la cultura, una política de creación en el mundo de las ideas, paralela a lo que pretenden cambiar en el mundo de lo social, del trabajo, de lo económico. El peronismo viene con 20 años de duelo y de descomposición, y es evidente que perdió intensidad intelectual, capacidad de pensamiento, prepotencia de discusión en el campo de la reflexión. A diferencia de los años ‘60 y ’70 donde el gran debate era entre peronismo y marxismo, hoy un chico joven te va a decir que el peronismo son los intendentes de la provincia de Buenos Aires. El peronismo no sólo tuvo sus intelectuales en Cooke, sino en la propia militancia que discutía sobre el revisionismo histórico, América latina, Cuba; sobre cuál era el papel que tenía que cumplir un intelectual en relación con el pueblo. Se nota la decadencia del peronismo en la debilidad de su campo intelectual, aunque algunas veces, la confrontación lo revitaliza.
–A esta debilidad del campo intelectual se suma el vaciamiento de la simbología peronista. Y sin embargo, estamos ante los inicios de un segundo gobierno peronista. ¿Tiene alguna explicación para desentrañar este enigma?
–Si hay alguien que intentó dejar atrás la propia simbología peronista es Kirchner, pero al mismo tiempo la sociedad lo está leyendo al revés, está leyendo que es el peronista más peronista, más insoportablemente peronista de todos, con lo cual aparece en el electorado de la Capital una actitud casi racista, como diciendo: “Sáquenme a estos negros de acá”. Es una paradoja que remite a algo que no está saldado: la inteligibilidad de la Argentina todavía se da entre peronismo y antiperonismo. Más allá de que se cante la marchita o se ponga la foto de Perón y Evita, el peronismo sobrevive como un signo, como un destino de la Argentina. Pero también es evidente que lo que sería la retórica, el folklore peronista, va entrando en un ocaso muy grande.
–Es significativa la fuerza que tiene esa simbología peronista en decadencia, para que buena parte de la sociedad siga viendo en Kirchner más peronismo que nunca.
–Más allá de sus errores, sus aciertos, sus capacidades y fracasos rotundos, el peronismo instituyó un piso de dignidad en la historia argentina. Es decir: se es peronista porque más abajo de esto no voy a caer, más abajo de esto, mi identidad me impide pensar que te voy a votar. Hay un 30 o 35 por ciento de la sociedad que está situada en ese campo. A eso hay que agregar el esfuerzo terrible que ha hecho el sistema dominante para desperonizar, con lo cual en esa desperonización ha generado el mito de la peronización: “Yo soy peronista y no me jodás”. El peronismo es un piso que te asegura que más abajo no vas a caer. Ahí vas a tener tus defensas, el clientelismo, el puntero, la ayuda. Es muy fácil decir, como sostiene Lilita, el voto de los sectores de clase media y alta es un voto libre, en cambio los que votan al peronismo son votos cautivos, cancelados. Es exactamente al revés; son formas defensivas de una sociedad llevada al margen, despiadadamente azotada, olvidada, sin ningún grado de fraternidad, y con políticas dominantes que siguen insistiendo en que esto es así por naturaleza de Dios. ¡Loado sea el clientelismo que sigue de alguna manera posibilitando que haya una identidad política del sujeto empobrecido! Por eso, hoy como nunca en la Argentina se enfrentan concepciones de clase, porque si nos remontamos a 1973, había un inmenso sector de clase media que pensaba en términos nacionales y populares. Con el menemismo todo se desorientó. Ahora reaparecen lecturas que me asombran por el grado de gorilismo 1955 que percibo. Me tengo que remitir a la Revolución Libertadora para encontrar razonamientos, reflexiones, interpretaciones y comentarios como los que hace hoy el antiperonismo sobre la votación, y sobre Cristina.
–Pero en un pasado no tan lejano, Carrió se reivindicaba como una “radical evitista” con simpatía hacia el peronismo. ¿Qué la llevó a cambiar tanto?
–Con el 22 por ciento de los votos, Carrió ha descubierto su espacio: la herencia de un radicalismo liberal de derecha antiperonista. Este es un sector que siempre ha tenido mucha fuerza y que ha compuesto el 70 por ciento del radicalismo histórico; es decir, un radicalismo de derecha que se reviste de una suerte de virtud republicana, supuestamente progresista, pero que es una derecha clasista atroz y claramente antipopular.
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